OPINIÓN    

¿Un país suicida?

Ramiro H. Loza Calderón



Si el suicidio en lo individual es atentar, faltar, rehuir el “juramento de lealtad para con la vida”, el atentar contra sí mismo es también miedo a la vida. El suicidio colectivo --por el cual opta Bolivia-- es un crimen de lesa humanidad, es el holocausto de todo un pueblo, de toda la nación. ¿Este instinto letal responde a un sino misterioso y difícil de interpretar? ¿Podrá deberse a una psicosis colectiva extrema? No se conocen antecedentes históricos de algo parecido. ¿Sobre Bolivia pesa un karma fatal?

Aunque es triste admitirlo y se corre el riesgo de ser fatalista, las experiencias y la realidad del tiempo transcurrido parecen señalar que nuestro país acelera el camino hacia su autodestrucción. Para no retroceder en el tiempo, ni la horrible pandemia que ahora hinca sus garras en Bolivia, detiene el brazo siniestro que cava la tumba de una gigantesca sepultura manejada por la confrontación y el terror. Si en el estado de esta cuasi calamidad sanitaria nacional se incentiva este afán fatídico, claramente nos señala que si no cesó antes no cesará después.

Suman décadas que las convulsiones “sociales” de todo tipo sumen al país en las demostraciones más agudas de intolerancia y desorden haciendo imposible la convivencia. Un breve mirada nos muestra las “marchas” intermitentes con el estallido de dinamitazos en plazas y calles, que un gobierno santificó como natural arma de lucha. Las huelgas de todo jaez “hasta las últimas consecuencias” se suceden con los más peregrinos motivos. El bloqueo es una patente de marca nacional y una de nuestras pocas exportaciones y se lo escenifica tanto en las áreas urbanas como en los caminos. En éstos el tránsito se cotiza en metálico, de por medio. La totalidad de estos actos --sobre todo las huelgas-- se desatan sin previo aviso al empleador y menos sometiendo el supuesto motivo a la ley y al trámite de laudos, como civilizadamente corresponde.

Es corriente la toma de las oficinas públicas nacionales, departamentales o municipales, configurando un estadio de anarquía destructiva que incluye la deposición de autoridades. De nada vale una frondosa legislación pero de azaroso cumplimiento y aplicación de los gobiernos por temor a las organizaciones sindicales y comunitarias, de donde deriva la más absoluta impunidad histórica de incitadores y actores. Vemos deshecha la cohesión social, habida cuenta que es un factor constitutivo del Estado. Nos parece haber abordado la inexistencia del pacto social entre nosotros, y sin brújula navegamos a la deriva. Se avista un horizonte de la disolución. En este tándem el Estado de derecho y el bien común son una quimera. Que no se nos diga que en los últimos catorce años vivimos “estabilidad social”. Es otra mentira, pues el desorden estaba alentado desde la cúpula.

Desde el comienzo de la pandemia en el territorio, se multiplicaron estos desmanes. He ahí la voladura de torres transmisoras de comunicación en Yapacaní y otras localidades del oriente, bloqueos a la orden del día, ataques e intentos de linchamiento a periodistas, policías desalojados y, lo más increíble, pedreas y agresiones contra médicos y sanitarios, impedimento de circulación de ambulancias. Estos últimos actos, mordieron las manos que llevan asistencia a quienes se debaten entre la vida y la muerte, muchos parientes de los propios revoltosos. Como rindiendo tétrico tributo al Covid-19, también en el interior de las viviendas han proliferado los feminicidios, junto al ultraje y asesinato de niños y niñas. Tal el espectáculo deprimente y bochornoso que exhibimos ante la comunidad internacional.

El suicida se elimina de súbito, este suicidio colectivo es lento pero implacable.

El autor es jurista, escritor y periodista.

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