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Harold Olmos
A solo horas de ir a votar en una nueva elección presidencial, el país oscila entre un humor oficialista propulsado por un optimismo desproporcionado, y el temor a un fraude monumental capaz de ahogar la voluntad ciudadana. No existe en Bolivia un antídoto contra el fraude salvo el que deviene de una educación ciudadana, capaz de estimular en la conciencia del elector una votación responsable, que dicta que el fraude es malo, lo mismo que robar, mentir o estafar. Peor todavía: que es una manera, en escala individual, de acribillar la democracia.
Estas elecciones se han convertido en una apuesta gigantesca. Las que hoy celebramos se presentan como uno de los momentos decisivos de la historia nacional. Con un pasado en que los fraudes electorales, hasta el advenimiento de la democracia, en 1982, eran sello característico de los gobiernos y partidos populistas. Al aproximarse la hora de las urnas todavía se levanta la pregunta incómoda sobre si los bolivianos hemos conseguido desterrar ese vicio.
La cita llega precedida del cabildo gigante del viernes antepasado en Santa Cruz, con bastante más de un millón de participantes, uno de los más concurridos de nuestra historia y entre los mayores en América Latina. El celebrado en La Paz días después tuvo similar dimensión, lo mismo que el de Cochabamba, en su propia magnitud, al igual que en otras ciudades.
Uno de sus propósitos fundamentales de esas concentraciones ha sido la defensa de la democracia que se opone a la imposición de candidaturas prohibidas por ley. En la defensa de las normas democráticas no caben “el pueblo me lo pide”, o “necesito un período más”.
Sumadas las participaciones ciudadanas, nadie podría negar que las que demandaron respeto al voto ciudadano han sido notoriamente mayores respecto a las que las que lograron las concentraciones promovidas, en muchos casos como obligación, a favor de la candidatura del gobierno. Aquellas han levantado una muralla cívica que resultaría peligroso desafiar.
Más peligroso es todavía anunciar resistencia armada a cualquier triunfo que no sea el de la candidatura oficial. Se pone así en evidencia una tendencia absolutista, típica de regímenes dictatoriales con los que Bolivia no comulga. Esas tendencias, una vez alcanzada la meta de alcanzar el poder, suelen amarrarse a él y no cederlo por vías democráticas. Más todavía: Queda en evidencia el temor a perder que ha empezado a abrirse paso en filas gubernamentales.
Cualquier tendencia que se imponga debe tener muy claro que democracia es actuar de acuerdo con las normas legales. Y, sobre todo, respetar los derechos de la mayoría, así como éstas deben respetar los de las minorías.
N. de R.- Esta nota no fue publicada en la edición de ayer debido a disposiciones oficiales que han establecido el silencio electoral obligatorio.
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