Calamidades del juicio abreviado


 

El juicio o procedimiento abreviado es una práctica judicial norteamericana importada por el Código de Procedimiento Penal (CPP) de 29 de marzo de 1999 (Ley 1970), en vigencia desde 2001. El juicio abreviado concede al procesado la ventaja o ganga para que a cambio de confesar el delito se lo beneficie con una pena menor (ínfima en nuestro medio).

El trasfondo no es otro que abrir la posibilidad de una negociación entre el fiscal que oficie en calidad de acusador público o del Estado y el delincuente (llamemos las cosas por su nombre), para que éste “colabore” en el descubrimiento de los hechos. Lo evidente es que de sospechoso o coautor del delito se convierta en incriminador del resto de procesados o del principal implicado. Es un premio por trueque de sus acusaciones muchas veces inverosímiles. Uno de los objetivos es también ahorrar esfuerzos, tanto a la policía como al fiscal, en el esclarecimiento o lograr una prueba concreta contra alguien que al Estado interesa ajusticiar o conviene así a políticos en el poder.

Esta normativa, como muchas copiadas del exterior en las últimas décadas y no bien adaptadas o decididamente mal aplicadas, es extraña a nuestra todavía tradición jurídica latina basada en el principio de integridad del proceso, de modo que se agoten las pruebas tanto de cargo como de descargo a fin de poder establecer la verdad jurídica en sentencia, dando lugar a los diferentes grados de culpabilidad y a la sanción de los culpables.

El procedimiento de autoinculpación parte de un enfoque pragmático propio del carácter anglosajón, dejando de lado el cariz ético que debe preceder y sostener a la Justicia, categorías que estaban contempladas en el espíritu y la letra del Código de Procedimiento Penal vigente hasta 2001. Sin embargo, vemos que en los últimos trámites abreviados no se ha cumplido una serie de disposiciones del propio CPP, como requisitos para la abreviación. Así se dispone (Art. 273 CPP), que la investigación debe haberse agotado y, fundamentalmente, que no haya oposición de la víctima o que el juicio normal o común “permita un mejor conocimiento de los hechos”, extremo que no se dio, entre otros, en los abreviados dentro de los llamados juicios de terrorismo I y II.

En el caso judicial de “el Viejo”, no sólo hubo negociación sino cambio de la versión original y sustitución por otra que viabilizó el beneficio personal. En relación con Tádic y Tóáso, sobrevivientes del asalto al hotel Las Américas de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, el precio de su libertad fue la sindicación a terceros en momentos electorales y políticamente oportunos, con obvio fondo político. De todos modos, el logro de la libertad pese a los años de prisión sufridos, no puede borrar el peso conciencial que significa descargar las propias culpas -si las hubo- en perjuicio de otros. Paradójicamente el falso testimonio cobra nivel jurídico.

Fiscales y jueces no han trepidado en asignar en este tipo de proceso a abogados confesos de escandalosos casos de extorsión sólo 3 años de cárcel, significando una absolución inmediata; extorsiones en las que también participó el ex fiscal Soza. Cosa similar se aprecia en cuanto a los implicados en la “Red de Extorsión” de anteriores funcionarios del Ministerio de Gobierno. El juicio abreviado es otra modalidad de impunidad que incentiva la comisión delictiva creciente, como pan amargo del día de la sociedad boliviana.

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