El cigarrillo de la fortuna



En la punta de un hilo está la fortuna, se dice generalmente, y aquella veleidosa y esquiva coquetuela, dirige sus compasivas miradas cuando menos se piensa en ella y se vale en ocasiones de lo más nimio e insignificante, para dar golpes certeros de mazo, que cambian el destino de una persona.

El ogro del sexenio, que tan triste y tan poco envidiable celebridad ha dejado en los anales de nuestra historia, cuando se hallaba en esta ciudad tenía siempre la costumbre de salir del palacio presidencial a las diez de la noche, a dar vueltas su plaza, y a otras cosas más. . . seguido de sus edecanes.

Un grupo de estudiantes, de esos que no tienen un mendrugo de pan en el bolsillo y cogen ansiosos la colilla de cigarro que arroja el transeunte, se hallaba una de aquella noches, en la plaza, piteando y bostezando, conversando y riendo amenamente, ante el relato de sus picardías.

Ellos eran cuatro, y mantenían como cau-dal de avaro en ciernes, un cigarro, sin poder saborear, porque no hallaban una cerilla con qué encenderlo, ni pasaba uno siquiera de aquellos fumadores empedernidos.

–Suerte! dijo uno de los muchachos, allá está el general Melgarejo y va con candela encendida. Al que se anime a encender este cigarro del que lleva Melgarejo, se lo costeo empanadas . . .

Al oír esto, y aunque la oferta era sólo ilu-soria, se levantó otro de los más avanzados, y dijo: –Pues, la cosa va por poco y es buena la prima; yo me animo y venga el cigarro. Y diciendo y haciendo, se encomendó ante el santo de las Letanías, y con la mayor soltura se expresó así:

–Muy buenas noches, Excelentísimo Ge-neral: tenga la bondad de permitirme su fue-go para encender este cigarrito.

Melgarejo interrumpió su marcha, lo miró al joven con cierta curiosidad, sacudió la ceniza de su rico habano y con la mayor afabilidad le contestó:

–Aquí tiene Ud., caballero.

El joven encendió, sin atufarse, el cigarrillo que llevaba y se retiró diciendo:

–Muchísimas gracias, mi General.

Los compañeros del intrépido fumador, observaban atentos cuanto pasaba, y ya iba triunfante aquel al grupo, cuando escuchó por detrás una voz que le decía:

–Oiga joven! El General ha ordenado que lo lleve al palacio.

–A mí? Pero. . . de qué. . . si yo. . .

Al oír esto los demás jovenzuelos huyeron despavoridos a ocultarse en los zaguanes y callejones estrechos de la ciudad.

El tirano, después de algunas vueltas más regresó a palacio y preguntó por el joven. Este se hallaba en una de las habitaciónes, con el alma en el borde de los labios, pálido, tembloroso, pues creyó que iba a ser fusila-do. Sus compañeros, parados y ocultos en una esquina de la plaza, esperaban oír la detonación de un tiro de revolver. ¡Qué an-gustia y zozobra!

Melgarejo entró en la habitación, le dijo al joven que no tenía por qué sentir temor, que se tranquilizara, le preguntó de su familia y antecedentes, y finalmente le dijo:

–Hombres audaces como Ud. me gustan. Puedo darle una buena colocación en el ejército: deje Ud. la carrera de las letras. me dice que tiene una madre anciana; pues bien, yo le pasaré una mensualidad para su sub-sistencia, y desde luego Ud. ya no sale de aquí.

Lo dicho, al día siguiente hizo llamar a la madre, que era una humilde viejecita, la con-venció que su hijo debía ser militar y a este le dio inmediatamente el grado de capitán, des-tinándolo a un cuerpo del ejército.

La madre salió contenta, por fin se acaba-rían sus penurias, y el joven capitán, dice la crónica, que llegó a ser uno de los más dis-tinguidos y valientes militares de su época.

Tomado del libro “Tradiciones bolivianas” de Nicanor Mallo.

 
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