Autoviolencia

Susana Gea

No voy a plantear los distintos tipos de violencia, desde lo socio-cultural, lo institucional, lo estatal, lo familiar, etc.

De las causas profundas de la violencia, ya han dado cuenta los psicólogos, filósofos, sociólogos, antropólogos, etc.

Me interesa hablar de la “autoviolencia” disfrazada de conformismo o fatalidad, o “esto es lo que me merezco”, que parece traslucir en los ojos de los que la viven-padecen con cierto grado de satisfacción, pero no solo como autodestrucción o un rasgo masoquista, sino que es vivido como algo hereditario, congénito-cultural, o como característica de una subcultura en la que están inmersos.

Tengo amplia experiencia por haber trabajado en villas del conurbano bonaerense, cumpliendo con la contraprestación que me impone el gobierno. (Y un turno extra adhonorem que me impone la solidaridad y mi conciencia). Entre otras co-sas, hago apoyo escolar y supervisión del comedor comunitario, que armamos con muchísimo esfuerzo, desde comprarle útiles con monedas que voy ahorrando en viajes, (el caminar hace bien y en este ca-so, mejor), hasta amasar panes y prepiz-zas los días que la solidaridad se viste de indiferencia, recorro las casillas una a una, “levantando” pedidos sobre necesidades extremas y/o prioritarias (sobre todo después del incendio de once viviendas con la consiguiente pérdida de mobilia-rio, ropa, dignidad y esperan-za. Desde acompañar, a veces, a alguna mamá a la salita del barrio, o quedarme con los más chiquitos cuando no tienen con quien dejarlos, hasta proporcionarles el a-brazo contenedor cuando es necesario y, cuando no lo es, también, (por supuesto, el estado no me lo pide).

En este contexto y en el trato sobre todo con niños y pre-adolescentes villeros, me encontré con una realidad marginal, que, obviamente, no me sorprende, lo que si tomé en cuenta es, como decía, de una violencia aceptada como sino trágico y a la vez con una cosa de complicidad con la propia violencia, revestida de los que los griegos llamaban “moira”, es decir, lo que sucede porque me tocó en suerte, depen-diendo de la ley cósmica.

Esto me hace reflexionar en cuáles son los motivos que hace que una sociedad sea tan diferente una de otra. C. Castoria-dis llegaría a la conclusión que el hombre es un ser “disfuncional” y que gracias a ello lo lleva a ser “inadaptado”. Esta inadapta-ción le daría las herramientas para crear su mundo o modificarlo. Es lo que consti-tuye, diría el autor mencionado, ¿la clásica ideología encubridora, el imaginario so-cial?

Se trata, generalmente, de explicarlo diciendo, “bueno, es el sistema que nos toca vivir”, o sufrir.

Un sistema patológico donde, desde las altas esferas, la violencia siempre beneficia a un pequeño grupo de familias pode-rosas, que manejan los hilos de la irreali-dad, apretando el botón (digital, claro), de la manipulación hasta extremos degradantes.

Y AQUÍ APARECEN LOS NIÑOS DE LA VILLA

Esta “el Marito”, por ejemplo, con el po-rro escondido entre la ropa y mal disimu-lado por la “viveza” de sus diez años, para que el padrastro de turno no se lo robe. Y esta “la Daiana”, que cumplió catorce en la guardia del hospital por intentar abortar en soledad, sola de toda contención, a veces ni del mismo médico interviniente.

Entonces, al ver todo lo doloroso de esta violencia inherente desde lo fetal, com-prendo cuando Yupanqui decía “Dios por aquí, no pasó”. Pero tampoco pasó el afec-to, ni el darse cuenta que al lado, o un poco más lejos, hay sufrimiento y margina-ción, no hay alimentación adecuada, ni nada, o los ocasionales pseudo-políticos para obligar casi a votar leyes para los capo-mafia que por un período, vaya a sa-ber de qué duración, los seguirán sumien-do en la más desesperante de las violen-cias, la aceptada.

De tanto hablar con los chicos y algunos adultos, e indagar sobre la idea de futuro, de algún proyecto que les anduviera dando vuelta, o sobre el progreso, o algún deseo de cambio, estudiando, por ejemplo, me dieron la más clara definición de gattopar-dismo que escuché en mi vida. “Si, quere-mos progresar”, me dijo “el Javito”, que tie-ne veintitrés años, y tres hijos, “para poder mudarme”. Le pregunté donde le gustaría vivir, -"acá, a dos cuadras se está armando una villa hermosa y nos dan dos lotes por familia, por lo menos vamos a tener una pieza nosotros y otra los chicos"-. (“El que no cambia todo, no cambia nada”)

Así están las cosas bailoteando y giran-do en su propia violencia de la que forman parte desde lo visceral, y de la que son conscientes, aceptándola como parte de su identidad, sufriendo la discriminación, pero se autodiscriminan, y lo que es peor, condenan a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, a una noria-sinfín. A alimentar la bo-ca devoradora del monstruo capitalista que todos nosotros, de una manera u otra, con-sentimos en amamantar.

La droga, el alcohol, la delincuencia ju-venil, la no tan joven, la violación y la pros-titución infantil, ¿es, entonces inherente al ser humano?

Y, si, lo es, no sólo lo es en la bolsa mar-ginal donde metemos todas nuestras mise-rias. Ni que hablar de los grandes empre-sarios, grandes, ya no como poderosos, sino de adultos o viejos que recorren la noche capitalina buscando un ayuda me-moria, tratando de acordarse lo que era una erección, o como era al tacto un muslo joven, evadiendo al fisco para poder contar con más divisas, para comprar más tone-ladas de euforizantes, para poder pagar coimas a más jueces coimeros, que, of course, también toman “merca” y se prosti-tuyen más que “la Yesica”, cuando esos mismos poderosos la llevan a la cama...

La tan mentada seducción del poder, la pizza con champagne, el revolver, la basu-ra, ¿no es igual, entonces, en todas las clases sociales?

Quino, en boca de Mafalda decía, o dice, por la vigencia de sus textos, que hay una clase media, “media estúpida”, donde estamos sobreviviendo.

Entonces busco desesperadamente la explicación psicológica, filosófica, socio-económica, etc., y no hay caso. ¿Cómo hago para explicármelo desde la tristeza profunda y el dolor que me atraviesa en el trayecto desde la villa hasta lo “urbano”, lo “civilizado”, cuando en el cuello siento aún el abrazo calentito con gusto a leche en polvo de los pibes y el olor a rosquitas re-cién amasadas de los martes y los jueves, o después de haberme desgarrado la im-potencia en el velatorio de Miguelito, y de Fernando, que murieron, uno, destruido por el “paco”, el otro lacerado por una terri-ble historia familiar que devino en suicidio.

¿Cómo hacer entonces, para arrancar de cuajo ese conformismo, esa autoviolen-cia aceptada. No sé. Si sé, que cada vez que voy, me traigo noventa y siete besos, con gustos y aromas que van desde la mamadera hasta la marihuana.

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