¡Traición en Roma! La historia secreta de los pontífices asesinados en cadena y la intrigante Donna Senatrix

Entre los años 882 y 903 se sucedieron doce pontífices en el trono de San Pedro, aunque aquello solo fue el principio. La Donna Senatrix, amante de un Papa y probablemente hija de otro, colocó al frente de la Iglesia a su hijo Juan XI.


Pintura de la coronación de Carlomagno por el papa León III.

HISTORIA

La detención de un sacerdote español por robo de documentos del Vaticano en días pasados ha recordado lo persistente que es la fragancia de la traición en Roma. Como en cualquier lugar donde se concentra el poder mortal de los hombres, en el Vaticano se han sucedido las traiciones prácticamente en todos los papados. Benedicto XVI tuvo que enfrentarse a una filtración masiva durante su etapa al frente de la Iglesia católica, que deparó la traición de su mayordomo, Paolo Gabriele; y Juan Pablo II debió sostener la presión de que la Unión Soviética inundara el Vaticano de espías, mientras lidiaba con el escándalo del Banco Vaticano. Pero todos aquellos episodios no fueron nada comparada con lo ocurrido en lo más profundo de la Edad Media, donde el veneno, los espías y la política subterránea acortaban al mínimo la esperanza de vida de los pontífices.

Juan VIII fue envenenado en el año 882 por un pariente y, como tardaba en morir, fue golpeado brutalmente con un martillo

Entre los años 882 y 903 se sucedieron doce papas en el trono de San Pe-dro, aunque aquello solo fue el principio. Este periodo de inestabilidad, donde muchos de los pontífices murieron de forma violenta, es designado por algunos historiadores como “la Noche de los Pa-pas” debido a la volatilidad de su poder, y marca el comienzo del Siglo de Hierro, donde tanto el Imperio como la Iglesia vivieron tiempos difíciles. El peligro esta-ba así en la relación entablada entre los pontífices y los débiles sucesores de Carlomagno. Juan VIII –que había coronado como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico al polémico Carlos II “el Calvo”– fue envenenado en el año 882 por un pariente (“propinquus”) y, como tardaba en morir, fue golpeado brutalmente con un martillo. Su sucesor, Ma-rino I, murió envenenado cuando trataba de poner paz entre los nobles italianos, sin que queden claras las circunstancias y autoría de su asesinato. Adriano III, por su parte, solo aguantó un año al frente de la Iglesia. Este Papa, luego declarado santo, había mandado azotar desnuda por las calles de Roma a una dama noble y le había hecho sacar los ojos a un alto oficial del palacio Laterano, lo cual le granjeó numerosos enemigos. No obstante, otras fuentes afirman que murió de una enfermedad cuando acudía por petición de Carlos III “el Gordo” a la Dieta de Worms con el objetivo de resolver la sucesión del trono imperial.

Viendo el panorama, no es de extrañar que cuando Esteban V (885-891) fue ele-gido Papa se refugiara atemorizado en su casa y fuera necesario derribar la puerta para llevarlo al trono de Pedro. El Papa Esteban V vivió en primera persona la razón de la pérdida de poder de la Iglesia. En 887 fue depuesto Carlos III “el Gordo”, provocando definitivamente la fragmentación del imperio en tres estados: Francia, gobernada por el rey Eu-des; Alemania, gobernada por el rey Ar-nulfo; e Italia gobernada por el rey Guido de Spoleto. De la mañana a la noche, los pontífices se vieron atrapados en las disputas y las traiciones entre los tres re-yes que buscaban ser legitimados como herederos imperiales.

El resultado de equivocarse en su apuesta imperial lo sufrió más que ningu-no el Papa Formoso en el llamado Síno-do del Terror. Formoso, que había apoya-do al alemán Arnulfo en el pasado, falleció a los ochenta y dos años de una muerte violenta en la que posiblemente la familia Spoleto tuvo mucho que ver. Sus restos mortales fueron víctimas de una macabra venganza inspirada en la práctica de los romanos de la Damnatio memoriae, la “condena de la memoria”. El Papa Esteban VI ordenó desenterrar el cadáver putrefacto de Formoso para realizarle una farsa de juicio que terminó con una declaración de que su pontifi-cado había sido nulo. El cuerpo destro-zado fue arrojado al Tíber.

LOS PARTIDARIOS DE FORMOSO VS. LOS SPOLETO

En el año 897, sin embargo, una parte del pueblo romano partidario de Formoso quiso vengar la injusticia y entró violenta-mente en el Vaticano para prender a Es-teban VI. Como hiciera él con Formoso, Esteban fue desnudado y arrojado por la turba a una prisión subterránea, donde poco después fue estrangulado. A conti-nuación, el pueblo de Roma entregó el solio al cardenal de San Pedro in Vincoli, de nombre Romano, que a los cuatro meses falleció también traicionado. Su sucesor, Teodoro II, corrió la misma suerte y fue asesinado tres semanas después de ser elegido Papa.

Los Spoleto y las otras familias “imperia-les” siguieron haciendo y deshaciendo a su antojo en los siguientes años. Juan IX fue elegido Papa con el apoyo de Lamberto de Spoleto imponiéndose al otro candidato que optaba a la elección, el futuro Sergio III, que estuvo considerado durante un pe-riodo como un antipapa. Su apuesta fallida provocó que fuera excomulgado y expulsa-do de la ciudad. No obstante, el regreso de Sergio III en el año 904 desató una violen-cia casi primitiva.

Durante los 30 días que duró el papado de León V, un simple párroco de pueblo que remplazó a Juan IX en 903, tuvo que enfrentarse a otro antipapa vivo, Cristóbal. En este sentido, el título simbólico de antipapa es asignado a los usurpadores o a quienes pretendieron apropiarse de las funciones y poderes que corresponden a un Papa de la Iglesia católica a través de métodos ilegítimos. Cristóbal depuso a León V y le forzó a retirarse a una vida co-mo monje, aunque otras teorías afirman que ambos fueron estrangulados por orden de Sergio III, que regresó de las sombras donde se había escondido durante siete años. A su vuelta a Roma, Sergio ordenó matar al antipapa Cristóbal y se hizo con la tiara papal (la corona usada por los papas), que, de hecho, fue la primera vez que apa-rece representada en la iconografía. Así y todo, este Papa está considerado uno de los personajes más oscuros de la historia vaticana.

El Papa Sergio III obtuvo la oficina papal por medio del asesinato. Después de to-mar Roma por las armas gracias al apoyo de la nobleza italiana, Sergio III se esta-bleció en la ciudad y, continuando con la dictadura sobre Roma de sus aliados los Spoloto, que estaban emparentados con su amante, la joven Marozia, dispuso su pontificado con efecto retroactivo desde el año 898, estimando que los papas Juan IX, Benedicto IV y León V habían sido unos usurpadores. Además ordenó desen-terrar de nuevo al zarandeado cadáver de Formoso para repetir la farsa de condena. No en vano, aunque este Papa fue descri-to por Baronio y otros escritores eclesiás-ticos como un “Monstruo”, todos los relatos del periodo deben ser puestos bajo cua-rentena al ubicarse en un contexto de lu-chas, también en el campo de la propa-ganda, entre dos facciones que tenían en el proceso a Formoso su punto de ruptura

El autoritarismo y su supuesta vida lasci-va causaron gran descontento entre los eclesiásticos, pese a lo cual se vivió un respiro en sus últimos años. Sergio III murió de forma natural tras ocupar el lugar de San Pedro durante siete años. A conti-nuación –como reseña Luis Jiménez Alcai-deen en su libro “Los Papas que marcaron la Historia” (Editorial Almuzara, 2014)– empezó lo que se ha designado como el “Saeculum obscurum” (“Un mundo Oscu-ro”) o incluso el “reinado de las cortesa-nas”, puesto que muchos de los siguientes pontífices, débiles y de poca influencia, fueron elevados en Roma por intervención de poderosas mujeres.

JUAN X EN PERSONA DIRIGIÓ LAS TROPAS QUE EXPULSARON A LOS SARRACENOS DE ITALIA

Dos años rigió la Iglesia el sucesor de Sergio III, el Papa Anastasio III (911-913), de dulce carácter y papado tranquilo, aun-que probablemente también murió enve-nenado. Le sustituyó durante solo seis meses Landon I hasta que, con el apoyo de Teofilacto y Teodora, los padres de Ma-rozia, subió al trono pontificio, contravi-niendo a los cánones, el obispo de Ravena Juan X (914-928). Teodora y Teofilacto, que dominaron con puño de hierro a la Iglesia a su antojo durante una década, designaron a Juan X porque creyeron que podría ser favorable a sus intereses, especialmente a los de ella. Entre el mito y la realidad, se considera tradicionalmente que Teodora fue amante de Juan X años antes de que éste portara el solio de San Pedro. En lo respectivo a su política, Juan advirtió desde el primer momento que la marea sarracena constituía un inminente peligro para Roma y sintió la necesidad de convencer a los nobles italianos para rea-lizar una incursión contra los musulmanes. Juan X en persona dirigió las tropas que expulsaron a los sarracenos de Italia en el año 915.

MAROZIA, LA DONNA SENATRIX QUE ELEGÍA A LOS PAPAS

Aunque el noble Alberico de Spoleto –casado con Marozia– había contribuido decisivamente en la expulsión de los sa-rracenos, Juan X decidió ignorar este he-cho y coronó emperador a Berenguer de Friul destacando su defensa de la Cristian-dad. Sin embargo, Berenguer falleció poco tiempo después durante una conjura, dejando a Juan X a solas con los Spoleto, como le ocurriera al desdichado Formoso más de veinte años antes. Con el apoyo del pueblo, el Papa consiguió alejar a Albe-rico, que se encontraba a las puertas de Roma haciendo valer su alianza con los temidos guerreros húngaros para atacar la ciudad eterna. Pero ni siquiera el asesinato del noble italiano en el año 925 a manos de su propia guardia húngara salvó al Papa de la venganza de los Spoleto, encarnada en Marozia. Muerto Alberico, que ostenta-ba el título de cónsul de Roma, pasó esta dignidad a la persona de Pedro, un herma-no del Papa. Contra él dirigió su furia el segundo marido de Marozia, Guido, mar-qués de Tuscia, lanzando un puñado de gente armada contra el palacio de Letrán y matando a Pedro ante los propios ojos de Juan X. Meses después, el Papa fue en-carcelado en Sant’Angelo, para quitarle luego la vida asfixiándole bajo una almoha-da. Marozia, llamada “la Donna Senatrix”, era para entonces sin discusión la dueña y señora de Roma.

Marozia hizo dar la tiara pontificia prime-ramente a León VI, que no reinó más que seis meses al desaparecer en circunstan-cias extrañas; y después a Esteban VII, un Papa de paja del que se cuenta que le cor-taron la nariz y las orejas por desafiar a “la Donna Senatrix” y desde entonces no salió a la calle, muriendo finalmente en circuns-tancias difusas en 931. Probablemente, Marozia solo se valió de estos dos hom-bres de paja con el propósito de hacer tiempo hasta que su hijo, el futuro Juan XI, alcanzara una edad aceptable para ser elevado al trono de San Pedro. Juan XI, de solo 20 años de edad, era el hijo que Maro-zia tuvo con el Papa Sergio III, aunque otros autores apuntan a que realmente su padre era Alberico.

Con su hijo al frente de la Iglesia occi-dental, ¿qué más podía pedir aquella mu-jer que se hacía llamar “Donna Senatrix” y dominaba desde su castillo de Sant’Angelo el Vaticano y media Italia? Pues le faltaba el imperio. Viuda de nuevo, Marozia deci-dió unirse en terceras nupcias con Hugo de Provenza, que reinaba en el norte de Italia y ambicionaba la corona del Imperio. Así, el rey Hugo, con la esperanza de ser pronto emperador, entró en Roma dispues-to a celebrar las bodas en marzo del año 932 con la mayor magnificencia. La cere-monia nupcial tuvo lugar en el castillo de Sant’Angelo, presidida por el pontífice. Pa-ra desgracia de sus planes, durante el banquete otro de los hijos de Marozia, el heredero del matrimonio con Alberico, Al-berico II, mostró su descontento respecto al enlace insultando a su padrastro. Tras el incidente, Alberico II amotinó al pueblo de Roma contra Marozia y Hugo, que había dejado su escolta fuera de los muros de la ciudad. Hugo se descolgó precipitadamen-te de una ventana por una escalera de cuerda, pero Marozia cayó prisionera de su propio hijo, así como el Papa Juan XI. No se volvió a saber nada más de la “Do-nna Senatrix”. Sí, en cambio, de Juan XI, metido primeramente en la cárcel, salió luego a su palacio privado de todo poder político y sin actuar más que en las cuestiones puramente eclesiásticas.

CÉSAR CERVERA

ABC - CIENCIA

 
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