Ignacio Vera Rada
A estas alturas de mi vida (es una moda usar ese clisé para sugerir senectud; en este caso lo utilizo para todo lo contrario) el ejercicio periodístico puede parecer un atrevimiento. ¿Preparación prematura? ¿Audacia de mi pluma y pensamiento? ¿Pura osadía de un temerario? –No lo creo; más bien diría un devoto de la Patria conmovido por lo que hoy aflige no únicamente a Bolivia sino también a los Estados del sur de América. La sola idea certera que tengo en estos momentos es que mi país sobrelleva tiempos críticos en lo político, en lo institucional, en lo moral… Se vio cómo los socialismos de Latinoamérica se han ido desmoronando, ora por crisis económicas, ora por desbarajustes políticos –aunque, según la ciencia y economía políticas, éstos no son sino la extensión de aquéllas.
No me sería fundado decir desde siempre, porque apenas friso las veintiuna primaveras, pero sí que desde hace mucho he resuelto ubicarme en el campo de la acción y no en el de la observación. La decisión de atrincherarme en los periódicos de mi país nace de dos impulsos: el amor que siento por la cultura, es el primer, y mi disconformidad con las decisiones que han ido tomando los gobernantes de Bolivia desde hace una década, es el segundo. Es que en Bolivia, lo escribo y digo con amargura profunda, la descomposición ha cobrado naturaleza institucional. Parecería que hoy burlar la ley es la consigna, someterse a ella la excepción.
El periodismo es un termómetro infalible de los pueblos. No hacen nada bien los chismeríos que varios columnistas azuzan en las planas de opinión de los diarios, no edifican los que colman los editoriales con comentarios fútiles. Es un mal síntoma cuando articulistas, analistas y opinólogos escriben y escriben interpretando asuntos candentes enfocados en el sensacionalismo y dejan de mirar todo el río que corre de asuntos perentorios que embargan al país. ¡Estudiemos las fluctuaciones de la economía nacional; critiquemos el rumbo de nuestras relaciones internacionales -¿cuál es la política exterior del país?, ¿tiene una?–; polemicemos sobre la educación que están recibiendo nuestros niños; escribamos y discutamos con altura sobre la génesis de la corrupción; debatamos cómo está el fisco y ¡cómo va nuestro sistema de salubridad!
Éstas son nuestras responsabilidades: remover las aguas estancadas sobre los asuntos nacionales que más nos debieran importar; combatir las desfachateces que los magistrados están cometiendo en los puestos públicos; denunciar las malos movimientos que las autoridades ejecutan. Bolivia precisa soplos de idealismo y una renovación moral. Alisto, pues, mis cuartillas, mi voluntad y un raudal de tinta y pensamiento. Combatiremos.
Auguro que el boliviano podrá más que lo que hizo Bismarck o Garibaldi. Bolivia no verá jamás un Marco Aurelio ni tendrá su Lorenzo de Médicis porque tiene sus héroes y santos, sus justos y poetas. Comencemos la obra de integración entre etnias, entre clases. Juzgaría que la política social del gobierno de hoy es de división y no de cohesión. Podemos forjar un prometedor porvenir volviendo a poner la mirada en los más altos intereses de la nación.
Entrenemos la disciplina de los nuestros y conozcamos la virtud del boliviano. De los idealistas, de los pragmáticos –¡solemne paradoja!- será la edificación de la Patria.
Y Bolivia tiene aún que correr un largo camino para que se sitúe, o, mejor, la situemos entre las naciones venturosas de la tierra.
El autor es estudiante de Ciencias Políticas, Historia y Comunicación.
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