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La alternabilidad, una cuestión de salud pública

Nicómedes Sejas T.

El MAS es una organización política que ha hecho suya la tradición centralista de sus militantes de la vieja izquierda. De este centralismo a su caudillismo había un solo paso, y el MAS nunca dudó en dar ese paso. La excusa fue el cambio, un concepto ambiguo y comprensivo, con el que pretende justificar un pragmatismo en materia de políticas económicas y sociales. El colchón económico originado en la gestión de anteriores gobiernos y la exportación de materias primas con precios altos le permitió presumir de logros económicos inéditos, durante más de una década, de continuar con las políticas redistributivas para mitigar la pobreza, con los bonos Juancito Pinto, Juana Azurduy, renta Dignidad y los estímulos en efectivo a los bachilleres sobresalientes. El discurso demagógico oficialista pareció tener correspondencia con los datos de la realidad.

El cambio más trascendental presentado por la propaganda oficialista fue el supuesto “pachacuti” del indígena, que desde su comunidad había llegado a la presidencia de la nación, dignificando al indígena, cumpliendo la predicción de Tupaj Katari, uno de los mayores líderes de la lucha anticolonial del movimiento indígena del S. XVIII. Parecía que el mito se hacía realidad. Una vez más, el anticolonialismo del movimiento indígena fue traicionado, porque el presidente de origen indígena fue cooptado por los viejos izquierdistas convertidos al indigenismo y convirtiendo al defensor de la coca excedentaria en su líder y caudillo insustituible.

Los indigenistas de izquierda, que antes del 2005 llegaron al poder como socios minoritarios de los partidos tradicionales, quedaron encantados con el poder que el voto indígena popular ponía en sus manos. Ejercieron el poder en nombre del indio con una soberanía inusual, más allá del marco jurídico establecido en la Constitución y las leyes, o reinterpretándolas a su antojo, como la reelección indefinida confundida con los derechos humanos. El Estado de derecho quedó confinado al papel, los órganos supeditados a la voluntad del Ejecutivo.

La democracia quedó congelada en el apoyo electoral, los dos tercios del Congreso se emplea para imponer leyes, pero no para construir el Estado de Derecho ni para negociar iniciativas legislativas. Esta es la razón por la que las leyes impuestas generan descontento y resistencia, en algunos casos hasta su anulación (abrogación), como la Ley del Código Penal, la abrogación de la Ley de Intangibilidad del Tipnis (ley 969), que fue posible únicamente dividiendo a los habitantes de aquella zona. Algunas normas sólo provocan hilaridad, como el DS de Renta Dignidad que no es más que el cambio de nombre del bonosol, o el DS 28.701 De Nacionalización de Hidrocarburos, que no obstante sus radicales conceptos, no es más que de renegociación con las trasnacionales (en otro momento veremos en qué ha quedado el 82% de participación del Estado).

Más de una década en el ejercicio del poder sin respetar nuestro marco normativo ha deteriorado las bases institucionales del sistema democrático boliviano, y las maniobras han dejado de resolver los problemas de legitimidad del gobierno, como la reciente Ley de Organizaciones Políticas. Ya es imposible para el gobierno parecer demócrata atropellando los procedimientos democráticos para conservar el poder.

La alternabilidad del poder es en el momento actual una cuestión de salud pública, como ha quedado demostrado por la experiencia reciente en los países vecinos, como Brasil, Argentina y Ecuador, donde los gobiernos que han gozado de amplia popularidad, están siendo procesados por hechos de corrupción por los nuevos gobiernos.

Por otra parte, la solución de fondo no termina en la alternabilidad, sino en resolver la crisis de representatividad indígena-popular que arrastran los líderes tradicionales y la democracia formal que no ha superado su sesgo colonial.

 
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