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[Augusto Vera]

Del Pacajes prehispánico a la Pacajes de hoy


En ocasiones, hallar explicaciones razonables a conductas humanas irracionales resulta tarea casi imposible. Pues en el caso de las toponimias, su estudio que suele ser explicación del rasgo característico de una familia respecto al lugar que da origen a su apellido, queda insuficiente. Y a ese respecto, cualquier certitud es muy discutible, ante el escándalo protagonizado por una juez del linaje de los Pacajes, milenarios “Hombres Águila” (Pakajaki en lengua aymara) que dio lustre a ese pueblo asentado en las riberas del lago sagrado, no solo por su espíritu guerrero sino por su templanza. Sus mejores vestigios, entonces, están representados en varios chullpares todavía existentes en lo que en algún momento de la historia, fuera un pueblo que ocupó buena parte de lo que hoy es la geografía de este departamento. Y no solo esas evidencias arqueológicas son lo único que han quedado de aquel grupo étnico, sino lo más rescatable porque cuando menos la juez Patricia Pacajes, no le hizo justicia al ancestral pueblo.

La sociedad boliviana se ha visto, una vez más, sacudida por un follón que enloda y desnuda nuestra pobreza en materia de justicia. El transcurso de los días hizo que la prensa y en general los medios de comunicación en todas sus formas desmenuzaran con variedad de enfoques, pero con unanimidad de conclusiones, la miseria de nuestros jueces, de nuestro sistema judicial y de nuestra mediocridad moral.

Conozco jueces probos en lo ético y calificados en lo profesional, pero frente a la gran mayoría de administradores de la justicia, que son fruto del ensayo y de la militancia político-partidista, una vez más comprobamos que, desde la cabeza, los que imparten justicia no deben ser electos como si fueran autoridades políticas. Porque más allá de la sindéresis o atropellos que se haya podido cometer con un joven médico, cuesta aceptar que los estrados estén siendo presididos por gente capaz de proferir vocabularios que tratándose de pandilleros o de avezados hampones puede uno asimilar.

¡Qué ha quedado de aquellos doctos juzgadores, de esos estudiosos del derecho, de los que han forjado generaciones de abogados desde la cátedra, que redactaban fallos cuya lectura era elixir para el letrado y justicia para el encausado! Algunos lectores pensarán que en el país siempre hubo corrupción judicial. Tienen razón, siempre la hubo, pero índices tan alarmantes como los de estos últimos años, jamás; porque además esas conductas están ligadas a la formación moral, que la tristemente famosa juez Pacajes no posee. Y no se trata de crucificar a alguien que ha caído en un error que cualquier ser humano puede cometer; empero sin melodramatismos, Pacajes hizo mezquino favor a su rango de juez, deshonrando su, de alguna manera, dinástico apellido, porque escuchar su abominable narración de hechos que estuvieron sometidos a su autoridad, causa pasmo, tanto, como la iracunda confesión de su desclasamiento, abominando a una raza que es la suya, claramente indígena y que debió orgullosamente presumir haciendo honor a sus antepasados “hombres águila”, en lugar de desnudar su rebelión y discriminarlos con el peor tono con que alguien puede descalificar a un grupo al que genéticamente uno mismo pertenece.

Si algún rango de servidor público tuviera que, en exclusiva, ser inmaculado, ese es el juez, en el que el pueblo deposita la facultad de dar a cada uno lo que le corresponde, en virtud únicamente de la aplicación de la ley. Espera por tanto, ver un magistrado modelo de conducta, paradigma de rectitud y arquetipo de ilustración. Un juez puede tener errores de buena fe y fruto de ello, aun caer en desgracia, pero es el único magistrado a quien le está vetado descender a la vulgaridad de la Pacajes de hoy, cuya prosapia viene del antiguo Reino Aymara.

El autor es jurista y escritor.

 
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Reinició sus ediciones el primero de septiembre de 1971.

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