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Al maestro boliviano

José Luis Bautista Vallejos

Finlandia, Corea del Sur y Singapur son países que cuentan con profesores excelentemente remunerados y valorados positivamente por la sociedad civil. De hecho, trabajar en la docencia en esas naciones, tanto en primaria como en secundaria, conlleva mucho esfuerzo y dedicación -lo que incluye, desde luego, varios cursos de postgrado-, tanto para conseguir un cupo como para mantenerlo. Así, con todas las ventajas económicas, culturales y sociales que comporta ejercer la profesión del magisterio en esas latitudes, la calidad educativa de esos educadores es, sin lugar a dudas, ampliamente comprobada.

En el caso de los maestros bolivianos, mucho se ha escrito y comentado en relación con las limitaciones técnicas y prácticas para que ellos sean portadores de conocimiento y cultura. En esta ocasión, sin embargo, no ahondaré en un análisis detallado de esta problemática, sino me concentraré en aquellos maestros nacionales que dejaron una huella indeleble en la historia de nuestra educación, superando, inclusive, el estigma incómodo que acompaña al magisterio en nuestro país. En efecto, hay maestros bolivianos que tienen una característica que los distingue notoriamente: son excepcionales por naturaleza. El maestro boliviano -de quien se tratará en esta reflexión- es un lector empedernido de libros y de su realidad, y se ha constituido, desde la aparición de la primera Normal en Sucre (6 de junio de 1909), en el eje central de una propuesta de transformación social y cultural a través de la educación; en algunos casos, estos maestros no tuvieron una formación normalista, pero la superaron con una singular práctica pedagógica/revolucionaria.

Tres grupos de docentes podrían ilustrar lo anterior: los maestros de la revolución pedagógica, los maestros escritores y los maestros de la esperanza. En el primer grupo podemos citar a Eduardo Leandro Nina Quispe y a Avelino Siñani, quienes en los años veinte y treinta impulsaron una educación indigenal centrada en la alfabetización y el rescate de valores ancestrales. Esta propuesta fue marcadamente contrahegemónica, pues fue desarrollada de manera furtiva y fue objeto de persecución y ataques constantes. Ambos tenían la idea fija de ayudar a sus hermanos aymaras a encontrar la liberación a través de la alfabetización y de la educación. Estos proyectos educativos surgieron en una época que tenía muy fresca las heridas del levantamiento de Zárate Villca y de la masacre de Jesús de Machaca.

En el segundo grupo, tres figuras se destacan como maestros escritores: Adela Zamudio, Carlos Medinaceli y Antonio Díaz Villamil. La labor de Zamudio (1854-1928) se enmarca dentro de la defensa férrea de la mujer al interior de una sociedad patriarcal y androcéntrica. Su poema “Nacer hombre” sintetiza sus ideas respecto a las injusticias sociales basadas en el género. Ella fundó un liceo de señoritas de carácter laico y defendió tenazmente sus ideas, como profesora y directora de esa institución, ante una sociedad marcadamente machista y conservadora. Carlos Medinaceli, en su libro “La educación del gusto estético”, propone, tras su experiencia como profesor de literatura, que antes de ingresar a secundaria los estudiantes debían optar por el área humanística o por el área técnica, con la finalidad de tomar materias de su interés que sean relevantes para su futura profesión u ocupación. Cuántos disgusto familiares y cuánto pesar de cientos de bachilleres se hubiesen evitado si alguien ponía en práctica esta propuesta hecha por Medinaceli en 1942. Antonio Díaz Villamil (1886-1948), en su novela “La niña de sus ojos”, nos presenta a Domitila Perales, una estudiante de origen humilde que, al no encontrar un hogar verdadero –pues es despreciada por la clase alta y es incomprendida por la gente de su condición social–, opta por ejercer la docencia en Collamarca, localidad paceña donde genera una transformación social con base en la educación: se anulan los vicios, se eleva la autoestima de estudiantes y comunarios, se deja de lado el asistencialismo estatal y se pone en primer plano el trabajo comunitario para mejorar las condiciones de vida de toda una comunidad. Obviamente, Díaz Villamil, gracias a su rol de profesor de Historia y Geografía, plantea a lo largo de estas páginas su concepción de educación y su papel para transformar una comunidad, primero, y una nación, después.

El tercer grupo incluye a figuras tales como Elizardo Pérez y Jaime Escalante. Pérez deja una impronta indeleble en la historia de nuestra educación, pues, apoyado por Avelino Siñani, presenta uno de los proyectos educativos más ambiciosos en Latinoamérica: Warisata. Hoy, todos quienes tienen la oportunidad de rescatar este proyecto de las páginas de su libro “Warisata la escuela Ayllu” o de “La taika” –escrita por Carlos Salazar Mostajo, otro gran maestro–, quedan maravillados por la envergadura de esta iniciativa desarrollada en medio del altiplano paceño. Warisata le devolvió la esperanza no sólo al pueblo aymara, sino a la nación entera. La idea de un Estado en que todos cuenten con las mismas oportunidades, dejando atrás años de racismo, discriminación y odio desmedido al indio, germina en Warisata. Lo emprendido por Jaime Escalante en los años ochenta, en la High School Garfield, afincada en los Estados Unidos, brinda esperanza a toda la población de migrantes latinos en ese país. Tras ser objeto de infravaloración, los jóvenes estudiantes de Escalante, gracias al compromiso y persistencia del docente, terminan consiguiendo calificaciones que los habilita para optar a cupos en universidades norteamericanas.

Bolivia, pues, ha tenido y aún tiene excelentes maestros. Ellos han generado un aporte decisivo para consolidar un Estado democrático y más equitativo desde las aulas, a través de una revolución pedagógica. Maestros y maestras nacionales entregan diariamente todo su esfuerzo para que niños y jóvenes puedan albergar la esperanza de un país con menos injusticia social y con más oportunidades para todos, valiéndose para ello de una pizarra, varios libros y sus edificantes palabras que nos acompañan cada clase.

El autor es profesor de lenguaje en secundaria, egresado de la Maestría de Literatura Boliviana y Latinoamericana (UMSA) y Magíster en Políticas de Formación Docente (Universidad Pedagógica).

 
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