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[Augusto Vera]

Recuerdos de los Montesco y de los Capuleto


Hablo en primera persona: Derrama lágrimas mi alma, porque siento a mi país sumido en una barbarie que está desangrando a sus hijos, a los más jóvenes, a los que no aún no se han endulzado con las mieles de la democracia y a los más humildes, cuyos ojos han sido vendados por casi catorce años.

No voy a caer en el facilismo del apasionamiento que es siempre parcial, injusto a veces, y nunca reflexivo. Pero a mi paso por las calles de esta ciudad y mis ocasionales visitas a la combativa El Alto, veo en cada rostro; en el de los que defienden la democracia y en el de los que la perfidia de un ex Dictador ha convertido en criminales, dolor en unos y rencor fabricado por un régimen siniestro en éstos.

Aún no puedo digerir la ambición de poder que domina al hombre, ni la naturaleza de sus instintos que no están más arriba del piso.

No me alcanzará la vida para entender que alguien que no solo le hizo trampa al joven que presuroso vi llegar al primer lugar de la fila en aquel 20 de octubre, e iluso creía que su voto cuenta.

Además estafó las expectativas de todo un pueblo, y tenga aún la impavidez de anunciar su regreso. Como muchos, conozco un innúmero de vejámenes que le hizo a su país, a los derechos humanos, a la democracia, a la hacienda pública, a la moral, a la verdad; pero entre todas las atrocidades difíciles de inventariar en tan pocas líneas, me parte el corazón que el tirano, a quien se lo endiosó hasta extremo rocambolesco, haya resuelto que un pueblo se enfrente; como si fueran enemigos entre sí, cual si no fueran una sola familia; aprovechando la humildad y pobreza material de unos, y a los otros, condenándolos a la inanición; pero a todos, incitando a un odio que es disociación racial, nacida del corazón pétreo de su esquizofrénico promotor. Y como consecuencia, de reojo veo escenas espeluznantes en la televisión, que ya se me hizo repulsiva.

No escuché, juro, de quienes en su momento lideraron la resistencia cívica contra el robo perpetrado por el Tribunal Supremo Electoral, ninguna sugerencia a la violencia; pero acusar que instigaron a ella, es grosera calumnia. Y en homenaje a la verdad, más bien se me grabó en la memoria, llamar a la prudencia más de una vez. Del lado de quienes no admiten que cuando menos tienen un 70% que le repite cada vez más un NO rotundo, se ha hecho tristemente habitual impeler al odio.

No, no estoy haciendo afirmaciones con el hígado, estoy atendiendo a lo que mi cerebro capta: Las inequívocas incitaciones a la violencia desde muy al norte y la incursión en tipos penales de lesa humanidad, no únicamente están matando bolivianos, lo verdaderamente descorazonador es que la fracción dirigente que aún no fugó los aprueba. La sangre ha llegado al río, unos se pertrechan en la pachamama y otros en la Biblia; a aquellos cuando todavía gozaban de su omnímodo poder les vi leer dos textos del Libro Sagrado (muy mal leídos) a pesar de que se burlan de él.

De los segundos, nunca escuché injuriar a la madre tierra. Después de años, releí a la apurada las últimas páginas de otra tragedia, afortunadamente sólo literaria; quería recordar y reflexionar sobre lo que ocurre cuando se incendian las pasiones, únicamente para asegurarme de que no estaba equivocado en que cuando se cultiva odio, se cosecha muerte.

De un estante exhumé a Shakespeare que plasmó una gran lección de lo que es la inquina y de la fatalidad a que conduce. Los Montesco y los Capuleto se odiaron para tarde comprender que el amor lo puede todo, pero la muerte ya había visitado Verona, como en mi Bolivia.

Allá murieron Romeo y Julieta. Señor Morales, está en sus manos. Detenga la división entre bolivianos. Basta de hacernos creer que existen dos Bolivias, si en realidad somos una sola familia. Para la gran mayoría, no hay más diferencias que la étnica.

Aunque unos veneren la hoz y el martillo y otros la Cruz que redime, la política es el arte de lo posible y la generosidad ennoblece al hombre. Dios se apiade de usted. El autor es jurista y escritor.

 
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