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La Iglesia Católica busca el bien de todos los hombres


 

Cuando la Conferencia Episcopal emite algún documento, no faltan quienes se muestran acordes con lo expresado, al reconocer que lo dicho es expresión de la palabra eterna. A través de diversos documentos y encíclicas, la Iglesia ha sostenido la necesidad de velar por el bienestar del ser humano, por su superación moral y material, por su formación religiosa y su integridad familiar. Pero tampoco faltan quienes arguyen que la Iglesia debe concretarse a “cumplir desde el púlpito sus prédicas de las sagradas escrituras” y no opinar siquiera sobre política y asuntos que conciernen al hombre, a su bienestar temporal y eterno, a la urgencia de mantener su unidad familiar y a sus derechos de intervenir en todo lo que competa al bien de la humanidad. Es fácil acusar a la Iglesia –especialmente por parte de grupos políticos de extrema izquierda– y los argumentos que son esgrimidos son totalmente deleznables, porque se juzga la forma y no el fondo de lo que sostiene la Iglesia, solo se ve el impacto inmediato y no su mensaje permanente y constructivo. Se busca a cada palabra de los obispos resabios de negativismo, pero la obnubilación obceca y no da lugar a interpretar en su justa dimensión lo que se dijo a favor de todos. Cuando se quiere atacar a la Iglesia, es muy fácil pretender tapar el sol con un dedo, sin ver que ese sol ilumina y calienta a todos por igual.

Para muchos ciudadanos, la Iglesia debería circunscribirse a su labor pastoral, en la que nada tengan que ver los bienes temporales, es decir, la dignidad, la libertad y justicia de que deben disfrutar los hombres y, por supuesto, su derecho a combatir al mal y al pecado que denigra, daña y no da paso a la práctica de virtudes. Cuán equivocados viven quienes suponen que el cristianismo no tiene perspectivas ni fundamento alguno. La Iglesia Católica, justamente por su profundo cristianismo, señala los peligros de muchos males que asechan y, especialmente, muestran la necesidad de que todos contribuyan a superar los males que agobian y que colocan en situación desesperante a los más pobres, a los más necesitados, a los que no tienen bienes ni posibilidades de acceder a los beneficios de la salud, la educación y la buena alimentación para su familia. La Iglesia es portavoz de Jesús, expresa Su palabra sin ápice de quitarle algo, porque esa Palabra es única, verdadera, consubstanciada con la Palabra del Creador que hizo perfectos al hombre y al universo. Esas palabras son muestra de la grandeza y misericordia de Dios que, a través de los obispos, hizo posible, por ejemplo, la publicación de documentos y encíclicas que demuestran el derecho de la Iglesia y sus deberes con el ser humano para fortalecerlo, agrandarlo en virtudes y valores, buscar su perfección y prepararlo no solamente para esta vida sino para la eterna y, en esa misión, no deja cabos sueltos y señala, como fundamentos de la convivencia humana a la libertad, la verdad, la paz, la justicia y el amor.

No otra cosa significa la Encíclica “Pacem in Terris” que dice: “Una comunidad humana será cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén movidos por el amor de tal manera que sientan como suyas las necesidades del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes y procure que en todo el mundo haya un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano. Ni basta esto solo, porque la sociedad humana se va desarrollando conjuntamente con la libertad; es decir, con sistemas que se ajustan a la dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta por lo mismo, responsable de sus acciones”.

Este texto es clarísimo, ya que es injusto creer que la Iglesia nada tiene que ver en el orden temporal, puesto que debe desarrollar su labor: buscar que los hombres vivan con justicia, libertad, amor y goce de los bienes temporales sin que ello implique, lógicamente, menoscabo de su dignidad y un peligro para caer en los extremos del hedonismo, del consumismo y de otros males que lo conducirán, forzosamente, a la pérdida de los valores con los que Dios lo ha dotado.

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