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Eutanasia, médicos y sociedad

Tomás Cobo

La medicina, en sus vertientes científica y profesional, se ocupa tanto de procurar una buena calidad de vida en el ámbito de la salud como de garantizar la mejor calidad en el proceso hacia la muerte. La medicina, además, ha evolucionado hacia una práctica clínica con mayor presencia de la tecnología y la fragmentación por subespecialidades y procedimientos.

Como toda transformación, esta nueva realidad tiene una doble lectura. Por una parte, un balance muy positivo: el tener una mayor efectividad en nuestras intervenciones ante enfermedades prevalentes. Por otra parte, la aceptación de una praxis médica tecnificada y eficaz que puede apartarse de lo que el paciente desea. Son, así, las dos caras de una moneda: excelentes procedimientos, mediocre medicina. En ocasiones, alcanzar una mayor efectividad, gracias a esa mejora de tecnología y técnicas, desemboca en realidades en las que la calidad de vida de los pacientes es muy cuestionable.

Escribía el neurocirujano Henry Marsh –en el libro ‘Ante todo, no hagas daño’– que «uno puede pensar que la operación ha sido un éxito porque el paciente sale con vida del hospital, pero años después, cuando ves a esa persona –como me ha pasado muchas veces–, comprendes que el resultado de la intervención fue un desastre absoluto desde el punto de vista humano». Los mayores problemas para aplicar la máxima ‘primum non nocere’ surgen al final de la vida porque, en esos momentos, la medicina intervencionista y fragmentada puede derivar en una práctica médica que genere más bien que mal. Al final de la vida, la lógica humana de los cuidados paliativos debe sustituir al razonamiento clínico habitual: implantar tratamientos en función de síntomas y diagnósticos puede convertirse en una obstinación terapéutica propia de una medicina poco reflexiva, poco clemente y poco sensata.

A día de hoy, la atención al final de la vida es uno de los mayores retos que compartimos los médicos, los responsables de los sistemas sanitarios y la sociedad. La implicación de los médicos es principal porque son los que acompañan a los pacientes en el proceso, ejerciendo el complicado papel de actuar bajo los principios éticos y profesionales que se les exige y con el miedo a ser injustamente acusados de acelerar la muerte por un objetivo tan humano como es aliviar una agonía irreversible. La responsabilidad de los sistemas sanitarios es de alarmante necesidad porque no han aportado, hasta el momento, la seguridad jurídica necesaria ni la regulación oportuna. En ocasiones, políticos y gestores han limitado los recursos, la organización y el funcionamiento necesarios para que la atención paliativa fuese la eficaz.

La participación de la sociedad es indispensable porque las familias de los pacientes en estado terminal no siempre son compasivas con el enfermo y exigen una obstinación terapéutica desde la comprensible posición de no aceptar la muerte como una parte irrevocable de la vida o desde la óptica de que la muerte es el fracaso de la medicina. Ser médico en estas circunstancias extremas no es fácil y muchos compañeros que se han sentido solos, desprotegidos y frustrados en este camino se sienten ahora decepcionados al comprobar que en España el debate sobre la eutanasia cobra protagonismo sobre los cuidados paliativos.

Otros compañeros aducen que ambas opciones no son incompatibles y que responden a situaciones diferentes. Fuera de toda duda, este debate es complejo y atraviesa a la profesión médica: la eutanasia no está considerada un acto médico y todos censuramos la idea de acabar con la vida de una persona. Pero también sabemos que, en nuestro día a día, nos enfrentamos a dilemas de decisión que rebasan la simplicidad y que nos obligan a pensar y concebir alternativas para los nuevos problemas creados por la propia efectividad y evolución de la medicina. Cuando nuestro Código de Deontología refleja que «el médico que actuara amparado por las leyes del Estado no podrá ser sancionado deontológicamente» también determina que aceptamos estar sometidos a unas leyes que, en contextos democráticos, representan necesariamente el posicionamiento de la ciudadanía. Ante esta responsabilidad legal, la profesión médica reclama una mayor atención por parte de los poderes públicos.

Los políticos no han contemplado el asesoramiento de la profesión para la elaboración de esta ley o para advertir de los problemas prácticos que puedan surgir en su aplicación. Tampoco han reflejado en la ley la forma concreta en la realización de la objeción de conciencia. Los profesionales necesitamos garantías y protección en este sentido. Ante la responsabilidad profesional, la profesión médica reclama jugar un doble papel. En primer lugar, poder garantizar que la eutanasia se pueda aplicar en las mejores condiciones para los pacientes y para los médicos. En segundo lugar, reivindicar más recursos y mejor organización a las Comunidades Autónomas y al Gobierno central para que todos y cada uno de los médicos puedan activar estrategias de cuidados paliativos cuando sus pacientes ya no tiene opciones de éxito por medio de la asistencia convencional.

Desde la Organización Médica Colegial de España, me gustaría pedir que el debate sobre la eutanasia se lleve a cabo incluyendo las diferentes perspectivas, ideologías y sensibilidades. Mi compromiso como presidente de la organización que aglutina a todos los profesionales médicos es dar cabida a todas las inquietudes, porque el servicio a la sociedad y el compromiso profesional y humano con el paciente y su familia son los objetivos comunes de todos los médicos. El desarrollo científico-técnico irá dibujando nuevos retos en el horizonte de nuestra profesión, esa que sigue siendo la más valorada por nuestros ciudadanos y que nos obliga, especialmente, a ser un ejemplo de cordura, coherencia, racionalidad, justa medida y tolerancia.

Esta nota del Dr. Tomás Cobo fue publicada en el "Diario Montañés".

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