El bonapartismo y el caso de Potosí


 

El bonapartismo, un procedimiento partidario de algunos gobiernos, basado en la violencia con la utilización de sectores sociales conservadores y hasta reaccionarios contra sectores opositores, existió en mayor o menor cuantía en casi todas la épocas de la historia de Bolivia, pero esa práctica está alcanzando en últimos tiempos niveles nunca conocidos y que, naturalmente, causan repudio general, aparte de que está destinado a tener efecto de bumerang, es decir que el arma lanzada se vuelve contra la cabeza de quien la disparó.

El bonapartismo original apareció en Europa a mediados del Siglo XIX como creación desesperada de un gobernante reaccionario que, bajo el nombre de “sociedades de beneficencia”, organizó en grupos secretos al lumpen, que eran conducidos por los agentes del gobierno, de los cuales el mismo gobernante era jefe y en los que se encontraban reproducidos los intereses que persiguió el mismo gobernante. Esas sociedades fueron en el único y lo último en que podía apoyarse el monarca, que concebía la historia de los pueblos y los actos del gobierno y del Estado como una comedia, en la que los grandes discursos y exhibiciones circenses no eran más que la careta para esconder lo más mezquino y miserable.

Esa forma de “hacer política” fue restituida en tiempos recientes, como, por ejemplo, en los sucesos de la ciudad de Sucre y La Paz con motivo de las actividades de la Asamblea Constituyente, la amenaza de cercar y asaltar la ciudad de Santa Cruz, el ataque para disolver manifestaciones opositoras, amenazas a medios de comunicación y otros. Pero el caso reciente en Potosí es el más patético y aparece como la expresión más clara de la aplicación abierta de bonapartismo en el país.

En efecto, a raíz del fracaso de las peticiones de entidades apartidarias y apolíticas del Departamento de Potosí y su capital, las partes en conflicto hicieron esfuerzos para llegar a soluciones con base en negociaciones, pero los esfuerzos no tuvieron resultado por intransigencia general y terminaron en fracasos sucesivos, los mismos que en vez de atenuar la crítica situación, crearon un estado casi general de descontento que culminó en la asonada que conmocionó al país el martes de la semana pasada y que tuvo repercusiones internacionales.

Como las demandas de los representantes cívicos potosinos resultaron estériles, se produjo una lógica exacerbación de los ánimos de la población de ese Departamento, que anunció que continuaría la lucha “hasta las últimas consecuencias”, por la solución de sus grandes problemas y que no cedería mientras continúe la “indiferencia” oficial a la solución de las necesidades reclamadas. Tan enérgica decisión hizo que el Gobierno sacara de su arsenal de soluciones políticas la necesidad de movilizar grupos sociales que controla para cercar la capital potosina y reducirla por la amenaza de un asedio hasta que ponga fin a sus reclamaciones y permanezca sin lugar a protesta.

La amenaza de cerco y asedio a Potosí por parte de por lo menos seis organismos sociales adictos al oficialismo, los rumores y comentarios callejeros naturalmente causaron poco menos que pánico entre la ciudadanía que al escuchar los ecos de tambores de guerra, procedió a adoptar, como medidas de previsión, posiciones defensivas, vigilias, alerta a cualquier convocatoria.

Al mismo tiempo, se pedía que se ponga fin a esa amenaza típica de los tiempos del oscurantismo feudal del medioevo y que los inspiradores de ese acto de bonapartismo cedan en su intransigencia, faciliten el diálogo, den paso al entendimiento y no hagan oídos sordos a peticiones que bien pueden ser aceptadas o rechazadas, según la grandeza de las partes enguerrilladas. Es más, renunciar a la práctica de un sistema de defensa que tiene efectos contraproducentes y en vez de mostrar debilidad, tomar el toro por las astas, porque cuando se trata de convencer a alguien, es porque se reconoce como el dueño de la situación.

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