Si Chile juega con el Derecho Internacional, este podría y debería sancionar a Chile

Gustavo Portocarrero Valda

Es cada vez más creciente en el concierto mundial de las naciones y la tendencia a la transculturación y/o internacionalización de las costumbres, alimentación, vestido, vivienda, tecnología y toda forma de expresión de la cultura. Las leyes, como parte de la cultura, avanzan también en sentido unificador; por lo menos en sus instituciones principales. Los códigos civil, comercial, penal y otros más llegan a adquirir increíbles semejanzas entre unos y otros.

En mis clases sobre Relaciones Internacionales fuera de Bolivia, me enseñaron (y adquirí conciencia) que los países –al igual que las personas individuales– se aproximan entre ellos, intercambian bienes, captan experiencias, se cooperan, tienen desentendidos, y aun se hacen la guerra. Sin embargo, por conveniencia de todos y fruto de experiencias seculares y milenarias, pactan reglas de funcionamiento. Así nació, por ejemplo, el Derecho Internacional de la Guerra que, en cierta medida se ha vuelto sagrado porque guarda principios éticos universales; por ejemplo, que un país no puede atacar a otro sin Declaratoria de Guerra, por ser acto de cobardía hacerlo por sorpresa. También el principio de que no se puede fusilar a los presos y que éstos deben ser alimentados por el captor.

Es tan fuerte, constante y diaria la acción de las relaciones internacionales que presidentes, vicepresidentes y otros funcionarios de los estados pareciera que se la pasan viajando. Aquello ya no sorprende, menos se los acusa de turistas; tampoco el hecho de que casi todos tengan a disposición un avión para su traslado inmediato. Lo exige el ahorro de tiempo en un mundo cada vez más complicado.

Los acuerdos entre estados, llamados “tratados”, significan la expresión de sujetos reales de Derecho -denominados “países” -, que firman entre ellos convenciones y contratos al igual que lo hacen las personas individuales o privadas. Si los protocolos son previsores, determinan que en caso de desacuerdos o discrepancias será un tercer país o una tercera entidad la que defina el problema. Empero es cada vez más creciente la fuerza y la respetabilidad que adquieren los tribunales internacionales para conocer y resolver problemas entre estados, más su coercibilidad para la ejecución de los fallos. La Corte Internacional de Justicia llena el antiguo vacío.

Tal es el avance indetenible del Derecho Internacional. Por este motivo cualquier problema que afecte a una unidad nacional y no pueda ser resuelto con otra, abre la competencia de aquel tribunal. Negarlo ahora, en pleno Siglo XXI -en un mundo entremezclado de negocios y problemas-, es simplemente una insensatez.

Dentro la contienda que Bolivia mantiene con Chile, nuestro país ha hecho lo que debía hacer: recurrir a la Corte Internacional, dada la negativa de este país para dialogar sobre el tema específico del mar. La contraparte chilena, luego de presentar la excepción de incompetencia del Tribunal, ha anunciado públicamente la posibilidad de su retiro del sistema legal si el resultado le resulta desfavorable.

Naturalmente podía y puede hacerlo, pero debía tomar su decisión y ejecutarla, solo antes de la demanda boliviana. De esta forma hubiera permanecido -con todo derecho- fuera de toda su ligazón previa. Una simple reflexión lógica nos dice que ahora ya no puede evadir los resultados de los fallos.

De otro lado tampoco guarda seriedad su juego de retirarse del sistema, porque nadie puede estar sólo a los efectos de lo favorable. Eludir los resultados de una sentencia mediante semejante maniobra (en realidad: jugarreta) mostraría a la opinión pública internacional una ejemplar conducta de inmoralidad, saltando a la luz el “por si acaso” oportunista de su actuar.

Si Chile toma la determinación de abandonar el sistema, habrá dejado un precedente fuera de toda ética como sujeto de Derecho. Exhibiría también un incidente desvergonzado, esquivo y funesto; una mala nota para la comunidad mundial. Consecuentemente, abriría un capítulo para que los propios mecanismos del Derecho Internacional le puedan dar la respuesta adecuada. Por ejemplo: negarle, restringirle o reducirle en otros casos (administrativos o deliberativos) su derecho a intervenir.

En pocas palabras, si Chile comienza a juguetear con el Derecho Internacional, no tardará mucho la doctrina Internacional en generar la producción intelectual adecuada, que se convierta luego en norma. No puede concebirse la idea de que un infractor tenga acceso a la entidad que desaíra; tampoco que un tribunal quede burlado con triquiñuela, que invitaría otros a repetirla.

Podemos percibir, ya ahora mismo, cuán visibles se muestran otros adelantos chilenos de desobediencia legal y desaire por anticipado. Comienzan desde la presidenta Michelle Bachelet hasta sus personajes de la burocracia parlamentaria. A viva voz, y muy sueltos de cuerpo, declaran que pese a cualquier determinación de la Corte Internacional de Justicia, “no se cederá un solo milímetro a Bolivia”.

gustavop2@2hotmail.com

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