[Manfredo Kempff]

Manolo y Dorita


Cuando estuve en misión diplomática en México, allá por 1978 y 1979, conocí a un extraordinario personaje español casado con una dama boliviana, a quienes ni mi esposa ni yo podremos olvidar nunca, por la calidad, la inteligencia, y la simpatía que tenían ambos, y por su amor hacia Bolivia que era enorme. Ella, Dorita Contreras, paceñísima, naturalmente que amaba a su país de origen y él, Manuel Martínez Feduchy, enemigo del régimen de Franco, amaba su tierra donde se le negaba volver y entonces tenía dos querencias especiales: Bolivia y México.

Manuel Martínez Feduchy había ingresado al servicio exterior de España muy joven a sus 26 años y joven también fue enviado a cumplir funciones como secretario de embajada en Latinoamérica, a Bolivia y Brasil por lo que recuerdo. En Bolivia se enamoró y se casó con Dora Contreras, de la sociedad paceña, y si la memoria no me falla el final de la Guerra Civil Española lo sorprendió en Río de Janeiro. Antes de los 40 años había quedado exiliado y se había terminado su carrera diplomática. Él no sospechaba además que Franco gobernaría durante casi cuatro décadas.

Sin embargo, por cosas del destino, a partir de 1955 el diplomático cesado se convirtió en embajador de la II República Española en México, ya que los mexicanos no reconocieron nunca al régimen de Franco; hasta el año 1977, cuando llegada la monarquía los partidos de la democracia aprobaron la ansiada Constitución. Martínez Feduchy, por tanto, fue, durante 22 años, embajador español en el exilio, con tanta antigüedad nada menos que decano del Cuerpo Diplomático, y contó con el enorme afecto de la cancillería mexicana y por tanto gozó de todas las prerrogativas de un gran jefe de misión, realizando la pareja una labor extraordinaria y vinculándose con la intelectualidad más importante del país.

Cuando conocimos en México a Manolo y Dorita, hacía poco que él había cesado en sus funciones diplomáticas pero no en su actividad social. Al margen de lo interesante que eran sus anécdotas de una vida diplomática tan apasionante, de guerra y exilio, de vivas referencias a los republicanos españoles como Negrín, Álvarez del Vayo o Madariaga, a quienes había conocido, era fantástico escucharle contar sobre la Bolivia que vivió y los personajes de la política y la cultura con quienes mantuvo vínculos y amistad. Tenía una memoria extraordinaria que lo convertía en un hombre único para disfrutar de su charla, por horas.

Lo que nunca olvidaré fue cuando me narró de su arribo a Cachuela Esperanza, creo que durante el gobierno de Germán Busch. Y no puedo olvidar eso porque me impresionó que recordara con tanto detalle, cómo, en medio de la selva amazónica más enmarañada, casi en el confín de la civilización, se hubiera encontrado con la más enorme barraca de la goma donde se había construido un pueblo con casas confortables para la época, puerto, barcos, ferrocarril, electricidad, agua potable, hospital, telégrafo y edificaciones para atender los servicios de sus moradores.

Contaba cómo apenas llegado a su habitación en la barraca, cuando descansaba tendido en su cama antes de cenar, un mozo le avisó que don Nicolás Suárez lo esperaba en la cancha de tenis. Imagino que don Nicolás ya estaría muy viejo para jugar cualquier cosa, pero Manolo tomó un aperitivo y jugó un partido con alguien cuyo nombre no recuerdo pero él lo recordaba bien y pudo ser don Napoleón Solares, yerno del patriarca de la goma. Lo que más le llamó la atención, contaba, fue jugar al tenis en una perfecta cancha iluminada al lado del río Beni y cerca de las traicioneras cachuelas, en medio de la selva más espesa y peligrosa. Con toda seguridad que por aquellos años en Santa Cruz ni se conocía el tenis y en La Paz no se lo jugaba de noche por falta de iluminación.

Esta pareja simpatiquísima, de un nivel cultural superior como he afirmado -el embajador Feduchy había escrito mucho y estaba concluyendo sus memorias sobre su vida diplomática y el exilio, que no llegué a leer-, había tenido que superar dos dramas familiares que sólo los espíritus fuertes pueden soportar, la pérdida de dos de sus hijos; uno varón y la otra una jovencita hermosa que falleció en un accidente de automóvil en la carretera a Acapulco. Aquello, que pudo acabar con ellos también por su inmenso dolor, lo contaban con tristeza pero con una entereza admirable.

Pronto harán cuatro décadas de aquel mi destino en México lleno de turbulencias, donde en dos años sobreviví a seis presidentes en Bolivia. Entre los recuerdos gratos para mi esposa y para mí, el diplomático republicano y la dama paceña -Manolo y Dorita- representan un solaz, la pareja que tuvo una vida llena de emociones y vivencias insospechadas, de alegrías y sufrimiento, pero que ausentes de sus patrias nunca dejaron de amarlas.

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