Por Gabriel García Márquez

¿Cómo se escribe una novela?

• Creeque quienes más se hacen la pregunta son los propios novelistas


Gabriel García Márquez, en 1982, recibió el Premio Nobel de Literatura.
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Esta es, sin duda una de las preguntas que se hacen con más frecuencia a un novelista. Según sea quien la haga, uno tiene siempre una respuesta de complacencia. Más aún: es útil tratar de contestarla, porque no sólo en la variedad está el placer, como dice, sino que también en ella están las posibilidades de encontrar la verdad. Porque una cosa es cierta: Creo que quienes más se hacen a sí mismos la pregunta de cómo se escribe una novela son los propios novelistas. Y también a nosotros mismos nos damos cada vez una respuesta distinta.

Me refiero, por supuesto, a los escritores que creen en que la literatura es un arte destinada a mejorar el mundo. Los otros, los que piensan que es un arte destinada a mejorar sus cuentas de banco, tienen fórmulas para escribir que no sólo son certeras, sino que pueden resolverse con tanta precisión como si fueran fórmulas matemáticas. Los editores lo saben. Uno de ellos se divertía hace poco explicándome como era fácil que en su casa editorial se ganara el Premio Nacional de Literatura. En primer término, había que hacer un análisis de los miembros del jurado, de su historia personal, de su obra, de sus gustos literarios. El editor pensaba que la suma de todos esos elementos terminaría de dar un promedio del gusto general de jurado. “Para eso están las computadoras”, decía. Una vez establecido cuál era la clase de libro que tenía mayores posibilidades de ser premiado, había que proceder con un método contrario al que suele utilizar la vida: En vez de buscar dónde estaba ese libro, había que investigar cuál era el escritor, bueno o malo, que estuviera mejor dotado para fabricarlo. Todo lo demás era cuestión de firmarle un contrato para que se sentara a escribir sobre medida el libro que recibiría el año siguiente el Premio Nacional de Literatura. Lo alarmante es que el editor había sometido este juego al molino de las computadoras, y éstas le habían dado una posibilidad de acierto de un ochenta y seis por ciento.

De modo que el problema no es escribir una novela –o cuento corto- sino escribirla en serio, aunque después no se venda ni gane ningún premio. Esa es la repuesta que no existe, y si alguien tiene razones para saberlo en estos días es el mismo que está escribiendo esta columna con el propósito recóndito de encontrar su propia solución al enigma. Pues he vuelto a mi estudio de México, donde hace un año justo dejé varios cuentos inconclusos y una novela empezada, y siento como si no encontrara el cabo para desenrollar el ovillo. Con los cuentos no hubo problemas: Están el cajón de la basura. Después de leerlos con la saludable distancia de un año, me atrevo a jurar –y tal vez sería cierto- que no fui yo quién los escribió. Formaban parte de un viejo proyecto de sesenta o más cuentos sobre la vida de los latinoamericanos en Europa, y su principal defecto era el fundamental para romperlos: ni yo mismo me los creía.

No tendré la soberbia de decir que no me tembló la mano al hacerlos trizas y luego dispersar las serpentinas para impedir que fueran reconstruidos. Me tembló, y no sólo la mano, pues en esto de romper papeles tengo un recuerdo que podría parecer alentador pero que a mí me resulta deprimente. Es un recuerdo que se remonta a una noche de julio de 1955, a la víspera del viaje a Europa del enviado especial de “El Espectador”, cuando el poeta Jorge Gaitán Durán llegó a mi cuarto de Bogotá a pedirme que le dejara algo para publicar en la revista “Mito”. Yo acababa de revisar mis papeles, había roto los desahuciados. Gaitán Durán, con esa voracidad insaciable que sentía ante la literatura, y sobre todo ante la posibilidad de descubrir valores ocultos, empezó a revisar en el canasto de papeles rotos, y de pronto encontró algo que le llamó la atención. “Pero esto es muy publicable”, me dijo. Yo le expliqué que por qué lo había tirado: Era un capítulo entero que había sacado de mi primera novela, “La Hojarasca” –ya publicada en aquel momento-; y no podía tener otro destino honesto que el canasto de la basura, Gaitán Durán no estuvo de acuerdo. Le parecía que en realidad el texto hubiera sobrado dentro de la novela, pero que tenía un valor diferente por sí mismo. Más por tratar de complacerlo que por estar convencido, le autoricé para que remendara las hojas rotas con cinta pegante y publicara el capítulo como si fuera un cuento. “¿Qué títulos le ponemos?”, me preguntó, usando un plural que muy pocas veces había sido tan justo como en aquel caso. “No sé”, le dije. “Porque eso no era más que un monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”. Gaitán Durán escribió en el margen superior de la primera hoja casi al mismo tiempo que yo lo decía “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”.

Así se recuperó de la basura uno de mis cuentos que ha recibido uno de los mejores elogios de la crítica y, sobre todo, de los lectores. Sin embargo, esa experiencia no me sirvió para no seguir rompiendo los originales que no me parecen publicables, sino que me enseño que es necesario romperlos de tal modo que no se puedan remendar nunca.

Romper los cuentos es algo irremediable, porque escribirlos es como vaciar concreto. En cambio, escribir una novela es como pegar ladrillos. Quiere esto decir que si un cuento no fragua en la primera tentativa en mejor no insistir. Una novela es más fácil: Se vuelve a empezar. Esto es lo que ha ocurrido ahora. Ni el tono, ni el estilo, ni el carácter de los personajes eran los adecuados para la novela que había dejado a medias. Pero aquí también la explicación es una sola: Ni yo mismo me la creía. Tratando de encontrar la solución volví a leer dos libros que suponía útiles. El primero fue “La Educación Sentimental”, de Flaubert, que no leía desde los remotos insomnios de la Universidad, y sólo me sirvió ahora para eludir algunas analogías que hubieran resultado sospechosas. Pero no me resolvió el problema. El otro libro que volví a leer fue “La Casa de las Bellas Dormidas” de Yasunari Kawabata, que me había golpeado en el alma hace unos tres años y que sigue siendo un libro hermoso. Pero esta vez no me sirvió de nada, porque yo andaba buscando pistas sobre el comportamiento sexual de los ancianos, pero el que encontré en el libro es el de los ancianos japoneses, que al parecer es tan raro como todo japonés, y desde luego no tiene que ver con el comportamiento sexual de los ancianos caribes. Cuando conté mi preocupación en la mesa, uno de mis hijos –el que tiene más sentido práctico- me dijo: “Espera unos años más y lo averiguarás con tu propia experiencia”. Pero el otro que es artista, fue más concreto: “Vuelve a leer ‘Los Sufrimientos del Joven Werther”, me dijo, sin el menor rastro de burla en la voz. Lo intenté, en efecto, no sólo porque soy un padre muy obediente, sino porque de verás pensé que la famosa novela de Goethe podía serme útil. Pero la verdad es que en esta ocasión no terminé llorando en su entierro miserable, como me ocurrió la primera vez, sino que no logré pasar la octava carta, que es aquella en la que el joven atribulado le cuenta a su amigo Guillermo cómo empieza a sentirse feliz en su cabaña solitaria. En este punto me encuentro, de modo que no es raro que tenga que morderme la lengua para no preguntar a todo el me encuentro: “Dime una cosa, hermano: ¿Cómo carajo se escribe una novela?”.

Alguna vez leí un libro, o vi una película, o alguien me conto un hecho real, con el siguiente argumento: Un oficial de Marina metió de contrabando a su amada en el camarote de un barco de guerra, y vivieron un amor desaforado dentro de aquel recinto opresivo, sin que nadie los descubriera, durante varios años. A quien sepa quién es el autor de esta bellísima historia le ruego que me lo haga saber de urgencia, pues lo he preguntado a tantos y tantos que no lo saben, que ya empiezo a sospechar que a lo mejor se me ocurrió a mí alguna vez y ya no lo recuerdo. Gracias.

 
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