La rana kokoi

Conozcamos a la rana portado-ra del veneno más poderoso de todos los conocidos


La sel­va ama­zó­ni­ca de Amé­ri­ca tro­pi­cal es­tá lle­na de rep­ti­les y an­fi­bios. En los ríos na­dan los te­rri­bles cai­ma­nes y la ma­yor de las ser­pien­tes, la ana­con­da. En el in­te­rior de la sel­va se es­con­den nu­me­ro­sas es­pe­cies de ra­nas y sa­pos que pu­lu­lan en­tre el fan­go mus­go­so y el fo­lla­je. La al­fom­bra de ma­le­za, es el ho­gar pa­ra una fa­mi­lia de ra­nas, be­lla­men­te co­lo­rea­das que es úni­ca en el mun­do por el ve­ne­no que se­cre­ta su cuer­po.

Nos re­fe­ri­mos a la ra­na ko­koi, Phy­llo­ba­tes bi­co­lor, que se­cre­ta el ve­ne­no más po­de­ro­so de to­dos los co­no­ci­dos. Por mu­cho tiem­po los in­dí­ge­nas que ha­bi­tan en las sel­vas de Co­lom­bia em­plea­ron es­te ve­ne­no pa­ra un­tar­lo en las pun­tas de las fle­chas. Una so­la ra­na pro­por­cio­na ve­ne­no pa­ra tra­tar de 30 a 50 dar­dos. Co­mo el ve­ne­no es in­so­lu­ble cuan­do se se­ca, pue­de du­rar años y su efec­to sigue siendo le­tal; el ve­ne­no se ha en­con­tra­do ac­ti­vo en fle­chas guar­da­das du­ran­te quin­ce años. No se co­no­ce an­tí­do­to al­gu­no pa­ra el ve­ne­no de es­tas di­mi­nu­tas ra­nas.

El ve­ne­no de la ra­na ko­koi, es una sus­tan­cia al­ta­men­te tó­xi­ca, por­que pro­du­ce un blo­queo irre­ver­si­ble de la trans­mi­sión de im­pul­sos ner­vio­sos a los mús­cu­los; la muer­te se pro­du­ce en po­cos mi­nu­tos. Los na­ti­vos de la sel­va ama­zó­ni­ca atra­pan a es­tos sa­pos que ape­nas mi­den (2,5 cm.) imi­tan­do su can­to.

Es­tas ra­nas son de há­bi­tos diur­nos y muy vi­si­bles en la na­tu­ra­le­za por su piel de co­lor bri­llan­te. Su ve­ne­no es­tá lo­ca­li­za­do en unas glán­du­las de la piel, y se li­be­ra por con­tac­to: pa­ra ma­ni­pu­lar­lo, los in­dí­ge­nas uti­li­zan una ho­ja co­mo pre­cau­ción, pa­ra así es­tar se­gu­ro de no en­ve­ne­nar­se por al­gún cor­te o ras­gu­ño de sus ma­nos.

Des­pués del de­so­ve de la hem­bra, el ma­cho es­pe­ra el na­ci­mien­to de los re­na­cua­jos, quie­nes al cre­cer se en­ca­ra­man so­bre la es­pal­da del ma­cho has­ta com­ple­tar su de­sa­rro­llo. Si uno lle­ga a caer que­da aban­do­na­do a su suer­te.

 
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