Un mamifero volador

El murciélago



El zo­rro vo­la­dor (Pte­ro­pus po­lio­cep­ha­lus), de­be su nom­bre al as­pec­to de su ca­be­za que es muy si­mi­lar al de un zo­rro. Vi­ve en el con­ti­nen­te aus­tralia­no y se alimenta generalmente de frutas.

Du­ran­te la Edad Me­dia, el mur­cié­la­go por su ac­ti­vi­dad noc­tur­na, es­ta­ba li­ga­do a la fa­mi­lia in­fer­nal, co­mo que el Dia­blo lle­va alas de es­te ani­mal. En mu­chas re­gio­nes de Eu­ro­pa cau­sa­ba te­rror su pre­sen­cia por­que se­gún la creen­cia po­pu­lar en las no­ches se co­la­ba en las ca­sas pa­ra chu­par la san­gre de los ni­ños. La Bi­blia lo re­la­cio­na en­tre los ani­ma­les im­pu­ros.

Pe­ro al mar­gen de es­ta su ma­la fa­ma, el mur­cié­la­go brin­da gran­des ser­vi­cios al des­truir una can­ti­dad de in­sec­tos no­ci­vos al hom­bre y a la agri­cul­tu­ra.

Es po­si­ble que su apa­rien­cia cau­se re­pul­sa y te­mor, pe­ro en su ma­yo­ría son ani­ma­les ino­fen­si­vos. Per­te­ne­cen al or­den los Qui­róp­te­ros y son los úni­cos ma­mí­fe­ros ca­pa­ces de vo­lar. El mur­cié­la­go co­mún (Pi­pis­tre­llus kuh­lii) mi­de de 5 a 9 cm y ca­be per­fec­ta­men­te en la pal­ma de nues­tra ma­no. Tam­bién hay una es­pe­cie del gé­ne­ro pe­li­rro­jo que al abrir sus alas mi­de 1 m. de en­ver­ga­du­ra.

Los mur­cié­la­gos lle­ga­ron a Amé­ri­ca del Sur du­ran­te el Ter­cia­rio y la fa­mi­lia que más se adap­tó a es­te me­dio fue el de los Fi­los­tó­mi­dos, que es la más nu­me­ro­sa y la más va­ria­da: hay mur­cié­la­gos con la len­gua bas­tan­te alar­ga­da que les sir­ve pa­ra la­mer el néc­tar de las flo­res. El mur­cié­la­go blan­co que vi­ve en las sel­vas de Hon­du­ras; el de ore­jas de em­bu­do, que con­su­me in­sec­tos; el vam­pi­ro “bull­dog” de Mé­xi­co que se ali­men­ta de pe­ces; el mur­cié­la­go ahu­ma­do, una ra­ra es­pe­cie bra­si­le­ña; el fru­gí­vo­ro que duer­me en el re­ver­so de las ho­jas, mien­tras que el de dor­so pe­la­do ha­bi­ta en las gru­tas os­cu­ras; el vam­pi­ro que se ali­men­ta de la san­gre de los ani­ma­les.

Las alas del mur­cié­la­go es com­ple­ta­men­te dis­tin­ta al de los pá­ja­ros, pe­ro le per­mi­te efec­tuar vue­los per­fec­tos.

Por mu­cho tiem­po los zoó­lo­gos se pre­gun­ta­ban có­mo es­te ani­mal po­día vo­lar en com­ple­ta os­cu­ri­dad sin cho­car con­tra al­gún obs­tá­cu­lo. Pron­to se die­ron cuen­ta que es­te ani­mal es­tá do­ta­do de una es­pe­cie de ra­dar en los oí­dos que cap­ta las on­das so­no­ras que ellos mis­mo lan­zan y que se re­fle­ja con­tra los obs­tá­cu­los que se in­ter­po­nen en su ca­mi­no.

 
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