Conciencia y reputación

Adela Cortina

En su excelente libro Las buenas conciencias, el novelista mexicano Carlos Fuentes recogió una lúcida apreciación que en el texto atribuye a Emmanuel Mounier, aunque es de Nietzsche: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”; una cuestión que sale de nuevo a la luz en trabajos como el del colombiano Juan Gabriel Vásquez Las reputaciones.

Parecen enfrentarse dos formas de saber acerca de nosotros mismos: la opinión que nos desvela nuestra propia conciencia y la valoración de los demás. Y llevaba razón Nietzsche al afirmar que a las personas de a pie, empresas, partidos políticos y a sus líderes, les importa más la reputación que lo que ellos piensan acerca de sí mismos.

Tal vez porque, como Maquiavelo recordaba al príncipe, “todos ven lo que pareces, pocos palpan lo que eres”. El mundo de la apariencia atrae las voluntades, persuade o disuade, mientras que el de lo que alguien es queda en el misterio de la conciencia.

Cierto que es inteligente labrarse una buena reputación. Los medios de comunicación sacan a la luz valoraciones que la ciudadanía hace de los líderes de los partidos políticos, con el sobrentendido de que su reputación influirá en los votos que recibirá su partido; las empresas redactan memorias de Responsabilidad Social Corporativa como carta de presentación a potenciales clientes, a otras empresas y al poder político, ya que un buen currículo ético es un excelente aval para hacer negocio con organizaciones fiables.

Y si esto siempre ha sido así, más aún lo es en la Era de las Redes, cuando la visibilidad de las actuaciones aumenta de forma exponencial y la reputación se gana en votaciones de “me gusta”, o no “me gusta”, refiriéndose muchos ámbitos.

Crear buena reputación o destruirla no es difícil siempre que se cuente con la inteligencia para movilizar las emociones de las gentes, a poder ser con mensajes simples y esquemáticos que influyan en los sentimientos de la mayoría. Nuestro tiempo es el de las reputaciones, y no el de las conciencias. Saber movilizar las emociones es la clave del éxito.

Estas apreciaciones tienen un respaldo en estudios científicos que muestran cómo las personas actuamos más cordialmente con los demás cuando nos sentimos observados. Por eso es indispensable enviar observadores de carne y hueso a los países que actúan en contra de los derechos humanos, aunque sólo fuera para que teman por su imagen a escala internacional.

Nos las arreglamos mal con nuestra mala reputación porque tiene malas consecuencias para nuestra autoestima, que es un bien básico para llevar adelante una vida feliz, pero también porque tiene malas consecuencias para realizar nuestras aspiraciones, mientras que la conciencia se queda en el fuero interno. Nuestro tiempo es el de las reputaciones, no el de las conciencias.

Aunque la vida pública descansa sobre el supuesto de que también nos las arreglamos mal con nuestra mala conciencia. Los cargos políticos prometen o juran cumplir sus obligaciones por su honor y por su conciencia; aunque en una sociedad pluralista quien no crea en Dios no tenga por qué ponerle por testigo ni jurar ante un libro sagrado. Pero igual de lógico es confiar en que crea en su conciencia y en que la valore hasta tal punto que no está dispuesto a traicionarla a ningún precio.

La apelación a la conciencia no exime de elaborar leyes referidas a la transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad. Dar cuentas ante la ciudadanía es lo propio de una sociedad democrática, en la que se supone que debería gobernar el pueblo. Pero siempre queda abierta la pregunta “¿quién controla al controlador?”.

Los iluminados que no quieren aceptar para sus actuaciones más juez que su propia conciencia son un auténtico peligro, y los grupos de fanáticos que asesinan por una fe del tipo que sea. Es esencial formar la conciencia personal a través del diálogo, nunca a través del monólogo, ni siquiera sólo a través del diálogo con el grupo cercano, sea familiar, étnico o nacional. Somos humanos y nada de lo humano nos puede resultar ajeno, el diálogo ha de tener en cuenta a cercanos y lejanos en el espacio y en el tiempo.

Pero al final llegamos a un punto en el que cada persona ha de formarse su juicio y tomar sus decisiones, no puede depender de mensajes ajenos, si es que sigue teniendo un sentido el ideal de la libertad, entendida como autonomía personal.

Dónde se forma esa conciencia es una de las grandes preguntas para las que hay muy difícil respuesta, y es preciso encontrarla si no queremos dejar de ser los protagonistas de nuestra propia vida.

La autora es Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, directora de la Fundación ÉTNOR.

ccs@solidarios.org.es

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