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[Heberto Arduz]

París, ciudad inolvidable


Al cruzar por las arterias y venas de la capital francesa la piel se eriza y el corazón remonta vuelo, cual un moderno dron, por plazas, parques, avenidas, monumentos y cuanto paraje existe por allá. Todo luce esplendoroso, la luminosidad que París despliega al desperezarse el día y la vista del gentío, a paso apresurado, caminando en dirección a su fuente laboral o empresa propia, o ajena, convoca la atención del simple observador. En definitiva, el rumor pausado de los turistas, en pequeños grupos fácilmente reconocibles, gana el entusiasmo citadino mediante voces en los más disímiles idiomas y curiosos dialectos, cuyas expresiones verbales se me antojan de procedencia extraterrestre, ininteligibles al oído del común de los mortales. ¿O será que nos estamos rodeando de seres mimetizados, camuflados bajo apariencia humanoide? Ojalá fuese así para mejorar la especie que más parece mirar hacia abajo que a lontananza, a la fría realidad que conturba y desespera por los excesos que la prensa y redes sociales informan cada jornada, no al cielo azul donde navegan los astros y titilan las estrellas.

Después de merodear y escudriñarlo todo durante varias horas de caminata, tal vez ocho o nueve al día, nada más placentero que tomar asiento en un café, bar o restaurante y poder elegir entre la variedad de opciones que uno encuentra a su paso, dentro del preciosismo del entorno que asombra al extranjero en la ciudad antañona y dulce. Otro tanto sucede con los puentes que se abren como brazos, largos y prolongados, prietos de afecto que emociona en señal de bienvenida a los turistas.

Qué decir del castillo y museo Versalles, que encierra tres siglos de historia, de la catedral de Notre Dame, la basílica del Sagrado Corazón, los Campos Elíseos, la torre Eiffel, a la que es preciso contemplarla en distintos horarios, como a una bella dama, en la mañana, tarde o noche, sin que uno se canse de observarla aún a varias cuadras de distancia. El Panteón donde descansan los restos de escritores notables y personalidades de renombre, en las proximidades de La Sorbona. Y el río Sena, arteria vital, acuosa de la urbe, que otorga el sello definitivo a la visita de quien retornará a su país de origen con las pupilas impregnadas de admiración y cariño por la Ciudad Luz.

Montmartre, la plaza atestada de pintores procedentes de varias naciones, asentados por años en el lugar, cautivan la atención al verlos efectuar sus trabajos a vista y paciencia de los turistas, alternando en amenas conversaciones con quien se asoma por allá para formular preguntas sobre estilos y formas, o el porqué de cada color o detalle llamativo en la temática de los cuadros. ¡Vana actitud! El secreto está en observar, analizar o sentir el olor, al igual que ratón frente al queso, paladeando las obras. Y admirar, admirar y admirar, como en otras épocas y a su turno se lo hiciera con las pinturas de Monet, Dalí, Picasso, van Gogh.

Como en toda ciudad grande es preciso tomar medidas precautorias contra los dueños de lo ajeno, quienes en la fila del metro, o en la aglomeración de las iglesias, en las puertas de teatros y museos, o de lo que fuere, tratan de arrebatar billeteras o joyas a los turistas. Vimos incluso a algunas mujeres en tentativa o ejecutoria del cuento del tío en diversas modalidades, tratando de sorprender a los desprevenidos que nunca faltan en tierra extraña y aun en la propia. En todas partes se cuece habas.

Por lo demás, la felicidad -en todo acto humano- lleva uno entre pecho y espalda. Conocí a una persona ya cansada debido al peso de los años, a quien la ciencia médica declaró enferma terminal; pero luego de haber conocido París se sentía menos agobiada, tal vez aferrada a cierta mueca de paz y resignación, dibujada en su rostro a la espera del último suspiro. Posiblemente, a estas alturas, tras algunos meses, esa almita se regodee en una tarde púrpura en los predios del camposanto: Adiós París inolvidable.

A los que todavía no cerramos los ojos y tuvimos la suerte de conocer la capital francesa, nos queda la promesa de volver en algún momento, esperando que se cumpla tan caro anhelo, con vestigios de ensoñación y fantasía, a modo de último regalo de la existencia.

 
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