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[Armando Mariaca]

¿Surgen peligros para nuestra democracia?


Cuando en enero de 2006 juró un nuevo gobierno, habíamos cumplido 23 años y 3 meses de vivir en democracia permanente y, así, el 10 de octubre de 1982 se convirtió en fecha propicia para afianzar la vocación por el mejor sistema de gobierno y el mejor medio de vida para la humanidad, la democracia; pero, desde entonces no han pasado los peligros que podían cernirse contra el país, ya que las experiencias dejadas por dictaduras pasadas, han calado muy hondo pese a que se adquirió conciencia, ese 10 de octubre de 1982, que por ningún motivo debemos abandonar la democracia.

Sin embargo, ante las muchas dificultades que sufrimos para que se la respete, corresponde reflexionar sobre el hecho de que ese reingreso a la democracia ha sido retomar la libertad y actuar con ella en base a la Constitución Política del Estado; que democracia es el medio por el cual el ciudadano muestra, con honestidad y franqueza, su vocación, su sentimiento e intención de actuar en favor o en contra de determinados hechos, situaciones o posiciones.

Siempre se ha sostenido que Democracia es regla de conducta de todo gobierno y muy especialmente del Poder Legislativo que tiene que orientar su conducta, forzosa y solamente, en beneficio de los intereses del país haciendo abstracción de las conveniencias partidarias porque los intereses de la nación no pueden estar supeditados a los vaivenes de los odios o rencillas, de los complejos y resquemores partidistas porque se debe convenir en que una de las características de nuestra política partidista es que, con mucha facilidad llegan a los desgajamientos y divisiones radicales, a desuniones que han dado lugar a la atomización, a la presencia de grupos de amigos que forman partidos incipientes que no representan a casi nadie; muchos que se han desprendido de troncos no siempre por diferencias sino por caprichos, conveniencias e intereses creados.

Situaciones como las que vive el país en estos momentos, hacen pensar en la necesidad de que las corrientes partidarias se unan en objetivos; sean solidarias en todo aquello que interese al país; sean fuertes en lo que se refiere al cumplimiento de la Constitución, de la institucionalidad y las leyes; sean ecuánimes para juzgar a los demás, prudentes y hasta discretas al emitir juicios y, fundamentalmente, conscientes y veraces para analizar, estudiar y sugerir se apliquen las soluciones que espera el país. Esta unión -si posible en concomitancia con el partido de gobierno- debe ser cumplida por quienes han recibido de sus partidos políticos el mandato como senadores designados “a dedo” y diputados plurinominales también nombrados “a dedo”, conjuntamente los diputados designados por el pueblo mediante el voto y que fungen como uninominales.

Nadie querría que los componentes del Legislativo, la mayoría del partido de gobierno, actúen bajo un molde fijo, estereotipado y en base al verticalismo que resulte patrón de sus actos; en otros términos, nadie querría que los componentes sean seres pensantes sin plena libertad y se conviertan en ciegos seguidores, en fanáticos y obsecuentes adherentes del gobierno o de su partido; si ello ocurre, serían simplemente una secta juramentada sin oficio ni beneficio alguno, salvo el que conviene a quien los propuso o eligió. Nadie puede negar que en un partido político debe primar sobre todo la libertad; una libertad que permita las discrepancias, criterios contrapuestos, posiciones y diferencias contrarias sobre todos los asuntos de interés nacional; pero, en todo caso, lo que no corresponde son las posiciones extremas que supongan en cualquier momento la división, los revanchismos, los resentimientos que más temprano que tarde no sólo dañan a su grupo partidario sino a la colectividad que les dio crédito.

No corresponde olvidar que un partido político tiene, por principio, la vocación de servicio al país y, por ello, sus componentes o militantes tienen la obligación de actuar de acuerdo con las mejores reglas del hombre inteligente, prudente, sereno, honesto, ecuánime y, sobre todo, veraz y que su palabra sea muestra y honra de su hombría ajena a toda corrupción que es el principio de grandes males, fracasos y sufrimientos. No actuar en política partidista con altura, serenidad, responsabilidad, honradez y honestidad es, simplemente, no tener conciencia de país.

Es importante entender que conductas ajenas al bien común y que hacen peligrar la democracia, deben cambiarse porque, además, pueden convertirse en especie de “boomerang” que retroceda y afecte a quien lo lanzó. No corresponde olvidar que las discrepancias, las divisiones, las discusiones bizantinas o absurdas y las actitudes de prepotencia que revelen estupidez, soberbia y petulancia, falta de consideración y respeto por los demás, si son condenables cuando se está en el llano, tanto más lo son ante los ojos del pueblo cuando se ocupan posiciones altas, funciones de gobierno, situación tan alta en que esas actitudes dan lugar a creer que, las divisiones, bajezas, rencillas y mezquindades sólo son producto de que se estuvo en pos de un botin, no en servicio del país y del pueblo.

Políticos del partido de gobierno o que conforman posibles cuadros opositores, tienen que tomar conciencia de que la conducta que muestren será en favor o en contra del país al que dicen amar; su responsabilidad para consolidar, agrandar y hacerla siempre vigente a la democracia en que vivimos es de su absoluta incumbencia y es el pueblo que, por diversos cauces y formas, reclamará porque su palabra, como dictamen general, debe ser respetada.

 
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