[Manfredo Kempff]

Carnaval a la distancia


Decidí dejar Santa Cruz ante la insoportable idea de no poder carnavalear. Todo tiene su motivo y su momento en la vida y en este carnaval del 2015 no me era posible salir con mi comparsa porque tenía que guardar un doloroso duelo. Un duelo inexcusable, además. El más inexcusable que existe seguramente. Un luto que deseaba cumplir. Así que luego de muchos años consecutivos dejé a los Tauras con el carro listo y engalanado para el Corso, con la banda decidida a romper tímpanos, y con las ilusiones rejuvenecedoras que se producen cada febrero o marzo.

Tengo mucha voluntad para ciertas cosas, soy terco a veces, pero no cuando escucho el redoble de tambor que señala el inicio de un taquirari. Escucho de dónde provienen los platillos y las trompetas y me dan ganas de transportarme al lugar como un fantasma. Quedarme en mi casa, sabiendo que todo el pueblo estaba festejando el homenaje a la carne, era demasiado suplicio. Mejor, por lo tanto, poner alguna ropa en una maleta y mandarse a mudar. Adiós a la tentación.

El carnaval cruceño debe ser uno de los más desquiciados y anárquicos del mundo. Es el más bello desorden organizado. No estoy diciendo, por tanto, que sea el mejor, sino el más atrevido, el más insolente. No tiene, ni de lejos, la ostentación carioca, ni la elegancia veneciana, ni la riqueza folclórica de Oruro, ni el golpe del candombe uruguayo, ni las maravillas escénicas que se puede ver en España, Alemania, y, en fin, en los países mayormente católicos de América y Europa. La verdad es que tampoco busca compararse con ninguno.

Su atrevimiento no tiene que ver con el desnudo de sus mujeres, no con poder palpar la carne brillosa por el sudor, porque eso no existe en Santa Cruz como se lo ve en Río, por ejemplo. Es osado nuestro carnaval porque la permisividad es absoluta durante tres días. Una permisividad que antes se cubría con una máscara y que ahora ya es desembozada. Pero lo despelotado es la mojazón con agua, la pringazón con pintura y espuma, es la borrachera, y el baile desenfrenado. Naturalmente que los amores carnavaleros no pueden faltar y suelen ser breves: una noche, dos o tres. Salvo el enamoramiento que ya es algo sin solución, que no está prohibido, y vaya a saber uno dónde acaba.

El carnaval cruceño es totalmente participativo. Se mira a las comparsas sólo en el corso, cuando pasa la reina y los carros y conjuntos. Después el que quiere mirar tiene que estar loco, porque la marea carnavalera se lo va a engullir como en un remolino y de allí saldrá pintado de todos los colores, embriagado con todos los alcoholes y abrazado de quienes tal vez no ha visto nunca ni volverá a ver. Hecho un guiñapo se irá a dormir unas pocas horas pensando en dónde se reunirá la comparsa más tarde para volver al jolgorio.

Antaño también el carnaval se hacía en las calles y los “comparseros” se mojaban y embarraban, sin consideraciones con nadie. En las noches había bailes elegantes en el Club Social o en conocidos locales públicos. Pero en aquellos años -y no hace mucho de eso- las mujeres se cubrían la cara, a la manera tradicional de las carnestolendas clásicas. Se supone que las damas no podían descubrirse si su deseo era gozar de la fiesta y del amor. Ese rostro ansioso de disfrutar una vez al año, con un permiso moral que no tenía que pedírselo a nadie, no podía ser visto sino por el elegido, si había alguno que mereciera esa fortuna.

Se crearon personajes y leyendas en torno al carnaval cruceño. Personajes que salían de las comparsas acomodadas, o de las fiestas populares, de los “buris” y casas de espera, donde las mascaritas con sus vocecitas fingidas mostraban una gracia y un porte que no tenía que envidiar a nadie. Nombres que perduran en el tiempo de grandes bailarines, de genios en el arte del disfraz, de empresarios del espectáculo, de bebedores empedernidos, de mujeriegos, de músicos excepcionales, magos de la trompeta como el maestro Zoilo.

El carnaval cruceño es inexplicable, más allá de que es producto de lo que España trajo a América en el Siglo XV. El carnaval es casi universal y no de algún lugar determinado. Siempre tuvimos carnavales en Santa Cruz como en toda la República y siempre a nuestra usanza. Además nuestro carnaval no necesita ninguna explicación, porque simplemente “es”, vive, bulle. Alegría, belleza, una Anabel Angus que es impactante, mucho ruido, suciedad, peleas también. Así es el hermoso carnaval del que he huido para que el diablo no me tiente ni los Tauras tampoco y yo no tenga después que arrepentirme.

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