H. C. F. Mansilla

La política, la ética y los lobos


En casi todas las naciones del planeta las élites políticas tienen sus sombras. La pretendida modernidad de su formación profesional y la objetividad técnica de sus decisiones constituyen algo dudoso. Las élites usan mecanismos democráticos para llegar al poder, pero una vez allí se consagran a favorecer unilateralmente intereses particulares, a tolerar los fenómenos de corrupción y, por ende, a desvirtuar la democracia. Los estratos dirigentes practican hoy raramente una violación abierta de las normas legales, pero sí un manejo discrecional de los mecanismos del poder.

En Bolivia la situación no es distinta de la descrita hasta aquí. Para los bolivianos que están en la cúspide del poder político, el principio rector de su comportamiento grupal es muy simple: el hombre es el lobo del hombre. En general – con algunas loables excepciones – los políticos pueden ser descritos como lobos inconfiables, taimados, consagrados a la ventaja personal y a las prácticas mafiosas.

Por regla el político contemporáneo no toma en consideración los derechos de sus conciudadanos. Por ello nadie cree ni confía en nadie. Este podría ser el tipo ideal de los componentes de las diversas élites bolivianas desde la fundación de la república. Los regímenes bolivianos que durante el Siglo XX pretendieron el cambio radical ─ el socialismo militar (1936-1939), el nacionalismo revolucionario (1943-1946; 1952-1964), el reformismo izquierdista (1982-1985) ─ dieron lugar a élites políticas altamente privilegiadas, cuyo comportamiento ha sido el descrito hasta aquí. El régimen prevaleciente desde enero de 2006 no ha podido o no ha querido modificar las pautas normativas básicas de las clases dirigentes tradicionales.

En general los lobos reales son animales nobles, generosos y relativamente pacíficos. Sólo atacan cuando tienen hambre. En este texto me refiero a los humanos con las características que perversa y tradicionalmente atribuimos a los lobos. La mayoría de los políticos, por ejemplo, tiene instintos que no han sido canalizados en forma razonable por una reflexión que les muestre sus limitaciones a largo plazo y la necesidad de compromisos duraderos. No han aprendido a analizar, sopesar y sacar conclusiones de largo aliento. Por su propio interés nuestros políticos deberían comprender algo del mundo contemporáneo para imaginarse más o menos a tiempo lo que puede ocurrir en Bolivia en las próximas décadas. La mayoría de los políticos es impermeable a razones históricas o a ejercicios de comparación internacional. Con pocas y honrosas excepciones muestran indiferencia por todo lo que esté vinculado, así sea lejanamente, con el horizonte de la cultura. Para ellos la historia no es la maestra de la vida, como lo supuso Cicerón. Las élites políticas bolivianas no han desarrollado un comportamiento inteligente que englobe la posibilidad del éxito propio y simultáneamente la concesión temprana de demandas sustanciales en favor de otros sectores sociales y otras corrientes políticas.

A la élite política le falta hoy no sólo la comprensión de este último argumento, sino también un arte de la vida, un modo de configurar la esfera cotidiana que sea razonable en sentido moral y estético. Los bolivianos se han consagrado sólo a la astucia y han dejado de lado la ética general. La élite del poder carece del elemento conservador de la aristocracia europea, que fue una estrategia de preservación de los propios privilegios, concebida para una larga perspectiva, para lo cual es necesaria la renuncia a algún disfrute del presente.

Para preservar los privilegios actuales de los políticos en favor de sus propios descendientes, aconsejo cinco pautas de acción, que son de comprensión elemental y de ejecución relativamente simple: implementar pocas políticas públicas (pero efectivas y bien concebidas), escuchar con atención y humildad a la opinión pública, mejorar algo el reclutamiento meritocrático de los funcionarios estatales, abrir la boca después de pensarlo dos veces y robar con moderación y discreción. Ninguno de estos preceptos significa una moral puritana ni una renuncia a los goces profundos que entraña el poder político.

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