[H. C. F. Mansilla]

Luces y sombras de la civilización actual


Es de justicia señalar, aunque muy someramente, los aspectos positivos de la cultura contemporánea en las naciones altamente desarrolladas: la difusión de una ética universalista; la mayor vigencia de los derechos humanos; el afianzamiento del diálogo entre actores plurales dentro de una democracia deliberativa; la dilución de factores tradicionales en las relaciones entre los géneros y en la vida familiar; la disminución de lo convencional en el estilo de la vida cotidiana; la tolerancia con respecto a la diversidad en las mentalidades y los gustos; y una cierta declinación de la atracción tradicional que se atribuía a regímenes autoritarios. Paralelamente a los mecanismos legal-formales (elecciones correctas, competencia efectiva de actores políticos, rotación de élites) se ha desarrollado una amplia variedad de formas de organización y participación, que tienen la facultad de inspirar o modificar políticas públicas y así tomar parte indirecta, pero efectiva en las decisiones gubernamentales, aunque sea en el plano retórico.

En el mundo desarrollado se transita de una sociedad industrial a un orden basado mayoritariamente en la prestación de servicios. La producción de bienes materiales pierde relevancia en favor del ámbito financiero y la generación de bienes virtuales. Pero este proceso denota también factores poco promisorios. El incremento exponencial de este sector inmaterial requiere de una fuerza laboral muy pequeña. La implementación exitosa del principio del mercado a todo nivel y la desregulación radical en el campo laboral pueden expulsar a mucha gente de oportunidades de trabajo y a numerosos países del perímetro del mercado mundial. El resultado es la marginalización y el empobrecimiento de personas y sociedades. La sociedad concebida exclusivamente como un mercado autorregulado puede ser una utopía peligrosa, pues también el mercado requiere de toda suerte de regulaciones, límites y controles, funciones a las que el Estado no debería renunciar en vista de los efectos ambiguos de más de veinte años de políticas públicas llamadas neoliberales.

El pensamiento predominante a favor del mercado libre no comprende las muchas facetas de los procesos de globalización y, en forma monocausal -no muy diferente del marxismo-, cree que todo está definido por factores económico-comerciales. Sobre todo las esferas de la ecología, la cultura y la educación sufren bajo esta falta de matices. El mercado constituye un potente mecanismo de coordinación social, que se caracteriza por no necesitar un acuerdo normativo. Pero el mercado no da un sentido a la convivencia social; no genera acuerdos sobre la interacción de los factores político-sociales. Norbert Lechner afirmó que el mercado es una “máquina avasalladora que expulsa a quien no sabe adaptarse”. Puede funcionar muy bien en su área, pero puede producir dilatados fenómenos de violencia y otras patologías políticas (o, al menos, convivir con ellas).

Hay que mencionar otros aspectos negativos de la cultura contemporánea: la fragmentación social, la pérdida de la solidaridad y la monetarización de todos los sectores de la vida. En las naciones altamente desarrolladas se socava los fundamentos mismos de la democracia con la declinación del clásico Estado nacional. La política como tal deja de existir y se transforma en un asunto de asignación de recursos por medio del mercado. Se disuelve la posibilidad de control democrático de políticas públicas, ya que éstas pasan a la tuición de organismos supranacionales que generalmente no están conformados por una elección democrática. Esta es la tendencia aparentemente universal a la economización de la política. El poder se reduce al dinero. El poder puede ser democratizado, dice Jürgen Habermas, el dinero no. La regulación de decisiones opera como la lógica de opciones mercantiles, para la cual criterios como el bien común, la experiencia histórica o el sopesar riesgos sociales, simplemente no existen. Se pierde la posibilidad de transparencia del debate político y así del mejoramiento de políticas públicas mediante una discusión colectiva entre actores bien informados.

En resumen: la tolerancia se vuelve indiferencia y la diversidad se transforma en una técnica de mercadeo. El multiculturalismo resulta ser una salsa que sirve para condimentar prácticamente todo, porque contiene un poco de cada cultura, en dosis aguadas, inofensivas y módicas, y cuyo resultado final son productos bienvenidos por la moda porque son inocuos e intercambiables entre sí. Este es el monstruoso mundo al que ya hemos ingresado.

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