[H. C. F. Mansilla]

Las falacias del igualitarismo


En la segunda década del Siglo XXI son evidentes el desempeño deficiente y la desilusión colectiva que han producido diversos gobiernos llamados neoliberales en el Tercer Mundo, especialmente a lo largo del periodo 1980-2000. No se puede hablar, por supuesto, de un fracaso inexorable y generalizado en todos los países de Asia, África y América Latina, puesto que muchos regímenes de este tipo han resultado particularmente exitosos. Pero desde el cambio de siglo se expande una vigorosa corriente socio-política que propugna una reforma radical para “superar” las limitaciones del liberalismo en el campo económico, en la esfera institucional y en el terreno de las prácticas culturales. Es en este último ámbito donde estos experimentos de reforma radical parecen tener las raíces más profundas.

La consecución de una igualdad fundamental representa, sin embargo, sólo una parte de un asunto mucho más complejo. La praxis cotidiana en las experiencias socialistas y populistas no ocurre -como los procesos sociopolíticos en general- en una esfera racional, transparente y aséptica, sino habitualmente en el terreno de la ambición, la codicia, la intriga y la concupiscencia. La envidia, que acompaña algunos de los aspectos más sombríos de aquellos regímenes, ha resultado ser una de las pasiones más fuertes y persistentes del género humano, que se expande a través de todos los experimentos de reforma social, alcanzando también a los más radicales. En las experiencias políticas donde el igualitarismo constituyó la ideología oficial, se formaron paulatinamente nuevas élites con amplias prerrogativas que las distinguían -y las alejaban- del pueblo llano, y el surgimiento de estos estratos privilegiados ha tenido que ver directamente con factores social-psicológicos como los resentimientos de vieja data, la envidia y la libido dominandi, factores que aparentemente no pueden ser eliminados en los diferentes modelos de convivencia humana.

La lucha despiadada por el poder supremo oscureció para siempre la reputación de la Revolución de Octubre (1917); el secretismo elitista y la arbitrariedad de las actuaciones gubernamentales han desacreditado a experimentos tan distintos como Cuba, Birmania y Corea del Norte; y el desempeño global muy mediocre de los regímenes populistas representa la base de juicios negativos acerca de los mismos. Estos desarrollos han desprestigiado las ideologías que subyacen a esos modelos, como la ilusión milenarista de una redención total del género humano, la doctrina de una igualdad básica de los hombres y el postulado de la fraternidad universal entre los mortales.

Y, sin embargo, el igualitarismo sigue constituyendo uno de los pilares básicos de la ideología y la propaganda de los modelos socialistas y populistas. La inclinación a suprimir las élites privilegiadas se combina con doctrinas de carácter utopista, las que, fuertemente influidas por un aura religiosa, presuponen un comienzo inmaculado de la historia humana, no contaminado aún por la formación de clases sociales y diferencias económicas, un comienzo, que al mismo tiempo determina la meta normativa a la cual debe llegar la historia de los hombres cuando se haya llegado a una auténtica redención socio-histórica. La poderosa visión de las experiencias revolucionarias -y su fuerza de atracción sobre intelectuales, pensadores y románticos- tiene que ver con la recreación de un sustrato protorreligioso: la combinación de Paraíso y Apocalipsis, la mezcla de utopía arcaizante y tecnología moderna, la mixtura de creencias sencillas con los refinamientos teóricos del marxismo.

El igualitarismo del inicio debe constituir, según estas teorías, el fundamento esencial del anhelado futuro. En el curso de una evolución muy compleja y enmarañada, este motivo del igualitarismo, que está muy arraigado en las clases populares y, sobre todo, en las construcciones teóricas de los intelectuales “progresistas”, se entremezcla con elementos revolucionarios de carácter teológico, con luchas políticas convencionales y, por consiguiente, sórdidas, con anhelos de progreso material y asimismo con el surgimiento de nuevas élites dirigentes. Las concepciones del orden justo abarcan el principio de la igualdad fundamental de los hombres y el postulado de la hermandad universal de los seres humanos, que a menudo se combinan con doctrinas utopistas y con la esperanza de una pronta redención social y cultural. Lo cual es muy difícil de alcanzar en la prosaica esfera de la política real y cotidiana.

 
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