[Luis S. Crespo]

El Día Histórico – 7 de febrero de 1836

Batallas de la Confederación Perú-Boliviana: Socabaya


II

El 7 de febrero, a las 9 de la mañana, comienza el combate. Un soldado de las avanzadas ha visto relampaguear las primeras bayonetas bolivianas.

-¿Son los “cuicos”? -inquiere, despectivo, el general Salaverry.

Ordena luego que una columna ligera ocupe el sitio denominado “Alto de la Luna”; tras de la columna sitúa a los batallones “Chiclayo” y “Victoria”. Avanzan los peruanos, pero al llegar al sitio, hallan que esta posición ha sido ya ocupada. Rompen el fuego contra los “Cazadores”, intentando desalojarles. Inútil empeño, pues los bolivianos responden con vigor, rechazando todos sus ataques sucesivos.

Salaverry, al percatarse del descalabro, insiste en el ataque. Precipita contra las líneas bolivianas al batallón “Cazadores de Lima”, “Cazadores de la Guardia”, y por último al “Coraceros y Granaderos del Callao”. El nuevo empuje, por su violencia, conmueve la solidez de las líneas bolivianas, que comienzan a ceder. El momento se presenta peligroso, y esta vez el propio Santa Cruz, encabezando el batallón 6º debe intervenir enérgicamente, logrando restablecer la situación.

Las tropas bolivianas alentadas por el refuerzo, emprenden el contraataque. Una carga furiosa acaba con el batallón “Granaderos del Callao”, que se ve obligado a dispersarse. Salaverry, espada en mano y vistiendo una capa colorada, ruge y se bate con obstinación. Ha perdido sus mejores unidades y es en vano que procure, con su esfuerzo personal desesperado, infundir impavidez a sus soldados, que comienzan a huir.

Con el rostro demudado, se precipita contra algunos de ellos y los mata. Grita, se debate, blasfema. Querría él solo deshacer a todos sus contrarios, acuchillarles uno a uno, despedazarles. Pero es inútil; sus líneas ceden cada vez mas notoriamente.

Una carga de la caballería boliviana, al mando de Otto Braun, decide la victoria. Los peruanos, perdida ya toda cohesión entre ellos, emprenden la fuga y el desbande es general.

A las 11 y cuarto del día, ya nada queda por hacer. Santa Cruz ha triunfado en Socabaya. Sereno, frío, algo pálido, pero imperturbable, ha dado sus órdenes de combate, sin perder el control de sí mismo en ningún momento. No ha dejado de ser, ni bajo el fleco de las balas, el calculador meticuloso, el hombre sin nervios.

El botín es completo, 220 prisioneros entre jefes y oficiales. Medio millar de soldados, cinco estandartes y cuatro piezas de artillería. Salaverry ha tenido 600 muertos y 350 heridos. Los bolivianos 242 muertos y 188 heridos.

Los fugitivos se dirigen a Islay, perseguidos y acosados por la caballería boliviana.

Un pelotón boliviano captura cerca del mar a un hombre pálido como la muerte, sombrío, mudo. Se le reconoce por el dolman encarnado que viste: es Felipe Santiago Salaverry. Los soldados lo conducen de inmediato a Arequipa, ciudad en la que esa misma tarde ha ingresado triunfante Santa Cruz.

¿Cuál será ahora la actitud de Santa Cruz? Salaverry es un prisionero incómodo. Todo puede esperarse de él. Si logra escapar, reiniciará la lucha con mayor encono que antes. Si se lo pone en libertad, aprovechará para intentar el desquite. Imposible pensar en atraerle a la causa del Ejercito Unido, porque jamás perdonará a Santa Cruz el haberlo vencido.

Muy honda es la preocupación de Santa Cruz. Si el perdón le haría crecer ante la posteridad, comprometería con él, su propia situación. ¿Será necesario inmolarle...?

Designa un Consejo de Guerra para juzgar a Salaverry y a los demás prisioneros. Todos los miembros de aquél, menos el uruguayo general Anglada, son peruanos. El Consejo delibera sumariamente y pronuncia sentencia:

Pena de muerte contra Felipe Santiago Salaverry, igual condena contra 14 de sus oficiales entre ellos cuatro generales. Otros prisioneros son condenados a diez años de cárcel.

El mismo día, Santa Cruz confirma la sentencia contra nueve de ellos. Estupor en Arequipa y en el Ejército. Alarma entre los propios amigos del Presidente.

¿Felipe Santiago Salaverry debe morir?

EL DIARIO, 7 febrero de 1922.

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