[Jaime Martínez]

Un Jueves Santo de mil seiscientos y tantos


Permíteme, amigo, que yo, el tiempo, te cuente lo ocurrido hacia fines del l600. Ese año caminaba yo con la cachaza propia de quien lo hace en un pueblo chico, pues entonces La Paz tenía entre tres y cuatro mil habitantes. El domingo de ramos los fieles levantaron las palmas en las misas, y, al agitarlas en el aire, levantaron el polvo de sus pecados, que cayó sobre sus corazones llenándolos de arrepentimiento, de respeto y de amor por la redención que entraba en la historia montada en un borrico, pues los hechos importantes son simples y puros. A partir de ese domingo, la contrición fue la sombra de cada persona, persiguiéndolos por donde fueran.

El amor se despertó en las entrañas de los ricos, y les retorcía las tripas espirituales con el reclamo de dar ternura a cada paso. En esa atmósfera, la mansión de unos ricos comerciantes situada en la calle de las Concebidas, se llenó de intenso trajín. Servidumbre que entra y sale de la cocina preparando doce platos para el almuerzo de aquel día, cocinándolos en ollas de barro, porque llevan en sí el sabor del cosmos agradecido.

La cocinera pone en cada tiesto el mejor de los aderezos: el amor, para que así la comida entregue mayor deleite al llegar a las bocas; otros criados limpian el comedor principal, mientras las mujeres escogen los mejores manteles, y otras lavan la vajilla de fina loza y los cubiertos de plata para servir a los doce comensales, que al medio día se han de sentar a la mesa, encabezada por el señor y su esposa.

Doña Gertrudis, ya ataviada con sus mejores galas, ha salido a la calle en busca de algunos menesterosos para almorzar con ellos, respetando la vieja tradición de ese día. Allá viene el cojo Esteban y le invita a pasar a la casa, luego a un tuerto, y así; de pronto, una persona de mediana edad, con la ropa raída, pero limpia, el rostro con claras muestras de cansancio y hambre camina con gran dignidad delante de sus ojos nerviosos, pues ya está cerca la hora de almorzar y falta uno para comenzar la tradicional comida. La dama le invita, el hombre la mira tiernamente y parece que va seguir su camino, la mujer insiste, suplica; finalmente ambos ingresan al comedor lleno de gente.

Después de bendecir los alimentos, se sientan, y bajo la encantada mirada de los dueños de casa, los invitados comen con famélico apetito, mientras los amos lo hacen con mesura. En el ambiente se respira cariño junto con un aroma especial, nunca antes percibido por los Solano.

Por la tarde la casona recobra su ritmo habitual, pero en el alma de la señora hay un no se qué de intranquilidad. La luna llena ya ha salido a reemplazar con su brillo de plata al sol, que se ha dormido. La familia sale a visitar las iglesias, como la costumbre lo impone. Los Solano hacen venias a amigos, conocidos y extraños, que al verlos llegar les abren paso.

El templo está iluminado con infinidad de velas para alumbrar a los devotos, que entran con la fe en sus almas y los rezos en los labios. El Santísimo está expuesto a la vista y a los corazones de la gente, irradiando la gracia de Dios tanto dentro como fuera de Santo Domingo, la catedral paceña de entonces, situada en la esquina del hogar de los Solano. Están saliendo, cuando la mujer da un grito al mirar el cuadro que tiene delante de los ojos y cae de rodillas, el marido vacila, mira la pintura, y también se postra, sin miramientos ante la gente que los observa alelada.

El rostro del último menesteroso con quien compartieron el yantar les sonríe desde el rostro del Cristo allí pintado. “Soy Jesús, a quien ustedes acogieron amorosamente, gracias”, les dice con voz sonora, audible únicamente a los oídos de los Solano; los demás miran sin comprender.

Doy fe. Yo, el tiempo.

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