Entre cartas, poemas y cuentos

La caída de las hojas

Fernando Celada

Cayó como una rosa en mar revuelto. . .

y desde entonces a llevar no he vuelto

a su sepulcro lágrimas ni amores.

Es que el ingrato corazón olvida,

cuando está en los deleites de la vida,

que los sepulcros necesitan flores.

Murió aquella mujer con la dulzura

de un lirio deshojándose en la albura

del manto de una virgen solitaria;

su pasión fue más honda que el misterio,

vivió como una nota de salterio,

murió como una enferma pasionaria.

Espera, –me decía suplicante–

todavía el desengaño está distante. . .

no me dejes recuerdos ni congojas;

aún podemos amar con mucho fuego;

no te apartes de mí, yo te lo ruego;

espera la caída de las hojas. . .

Espera la llegada de las brumas,

cuando caigan las hojas y las plumas

en los arroyos de aguas entumidas,

cuando no haya en el bosque enredaderas

y noviembre deshoje las postreras

rosas fragantes al amor nacidas.

Hoy no te vayas, alejarte fuera

no acabar de vivir la primavera

de nuestro amor, que se consume y arde.

Todavía no hay caléndulas marchitas

y para que me llores necesitas

esperar la llegada de la tarde.

Entonces, desplomado tu cabeza

en mi pecho, que es nido de tristeza,

me dirás lo que en sueños me decías,

pondrás tus labios en mi rostro enjuto

y anudarás con un listón de luto

mis manos cadavéricas y frías.

¡No te vayas, por Dios. . .! hay muchos nidos

y rompen los calveles encendidos

con un beso sus vírgenes corolas;

todavía tiene el alma arrobamientos

y se pueden juntar dos pensamientos

como se pueden confundir dos olas.

Deja que nuestras almas soñadoras,

con el recuerdo de perdidas horas,

cierren y entibien sus alitas pálidas,

y que se rompa nuestro amor en besos,

cual se rompe en los árboles espesos,

en abril, un torrente de crisálidas.

¿No ves cómo el amor late y anida

en todas las arterias de la vida

que se me escapa ya?. . . Te quiero tanto,

que esta pasión que mi tristeza cubre,

me llevará como una flor de octubre

a dormir para siempre al camposanto.

Me da pena morir siendo tan joven,

porque me causa celo que me roben

este cariño que la muerte trunca!

Y me presagia el corazón enfermo

que si en la noche del sepulcro duermo,

no he de volver a contemplarte nunca.

¡Nunca!. . . ¡Jamás! En mi postrer regazo

no escucharé ya el eco de tu paso,

ni el eco de tu voz. . . ¡Secreto eterno!

Si dura mi pasión tras de la muerte

y ya no puedo cariñosa verte,

Me voy a condenar en un infierno.

¡Ay, tanto amor para tan breve instante!

¿Por qué la vida, cuanto más amante

es más fugaz? ¿Por qué nos brinda flores,

flores que se marchitan sin tardanza

al reflejo del sol de la esperanza

que nunca deja de verter fulgores?

¡No te alejes de mí, que estoy enferma!

Espérame un instante. . . cuando duerma,

cuando ya no contemples mis congojas...

¡perdona si con lágrimas te aflijo!. . .

–Y cerrando sus párpados, me dijo–:

¡espera la caída de las hojas

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Ha mucho tiempo el corazón cobarde

la olvidó para siempre! Ya no arde

aquel amor de los lejanos días. . .

Pero ¡ay! a veces al soñarla, siento

que estremecen mi ser calenturiento

sus manos cadavéricas y frías. . .!

 
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