Vivir para la foto, ansia de inmortalidad

Carlos Miguélez Monroy

Antes se bromeaba con la forma en que muchos turistas asiáticos iban de monumento en monumento para disparar con sus cámaras o para grabar lo que tenían delante de sus ojos. “Hace más fotos que un japonés”, se decía de los turistas con los que era difícil no chocar porque no miraban otra cosa que su cámara, intermediaria de una realidad que miraban ya distorsionada.

Ya nadie se burla de los asiáticos porque la proliferación de teléfonos con cámaras ha convertido a millones de personas en fotógrafos espontáneos. El mundo en imagen se multiplica por medio de fotos que circulan por las redes a una velocidad de vértigo. No hay tiempo para digerirlas porque, para quienes nos movemos por las redes, llegan nuevas imágenes cada minuto. Cuando vemos una cara o un paisaje dudamos de si no lo conocemos, de si no hemos estado ahí antes. Se multiplica cierta sensación de déjà vu… de haber visto antes cosas y a personas con la que en realidad nunca nos hemos encontrado.

Fotos de pies en la playa, de las comidas que cada uno puede disfrutar, de uno mismo frente al espejo antes de ir al gimnasio, con los amigos por la noche, de copas, de cielos, de atardeceres, de gente, de la naturaleza. Como nunca antes, las tecnologías permiten publicar fotos en tiempo real que decenas o centenares de personas ven por Facebook, Twitter o Instagram. Muchos famosos han dado un salto a las redes para multiplicar su número de seguidores. Han llevado a sus “fans” a lo más íntimo de sus vidas. Pero no hace falta tener fama para desmenuzar una vida en “momentos” y, muchas veces, someter a los seguidores y “amigos” en las redes a conocer detalles de la vida que no les interesa.

Muchos que se quejan de los feisbuqueros que publican su distancia, tiempo y calorías quemadas al salir a correr luego publican lo que van a desayunar o comer. Los que se quejan de este tipo de publicaciones comparten fotos del libro que van a leer o que ya han leído. Los que critican esto narran sus vacaciones en tiempo real en lugar de disfrutarlas. Pero todos comparten cierto narcisismo o algo de soledad, acompañada de una necesidad de compartir con la gente lo que vemos y lo que hacemos. En el fondo hay cierta necesidad de decir “yo estuve ahí” como prueba de nuestra existencia, de que hemos vivido.

“La vida se trata de coleccionar momentos, no cosas”, se repite en las redes sociales. Una colección consiste en un “conjunto de cosas de una misma clase y dispuestas de forma ordenada”. Se colecciona lo que se puede tener: sellos, monedas, piedras, coches.

Pero no se puede tener un momento por mucho que hagamos una foto o que nos grabemos mientras nos tiramos de un avión con un paracaídas. ¿Qué foto y qué video puede captar los olores y nuestras sensaciones físicas, lo que en ese instante nos pasó por la mente, nuestro estado de ánimo? Ver las fotos y los videos de nuestras vacaciones se convierte en un momento en sí mismo aunque, por otro lado, ¿quién vuelve a revisar las fotos y los videos de sus vacaciones? Quizá su recuerdo sería más intenso si hubieran dedicado más tiempo y energía a vivir el momento en lugar de grabarlo.

Se puede tener fotos, videos y objetos que nos remitan a una vivencia, pero no un momento en sí. Cada instante de la vida que vamos haciendo se convierte luego en un pasado que se escapa como la arena cuando queremos agarrarla con las manos. Por eso coleccionar momentos puede resultar tan inútil como coleccionar objetos que no podremos llevarnos a la tumba. Nadie critica la labor de coleccionistas ni de personas que utilizan las redes para compartir instantes captados con su cámara. Pero conviene no olvidar que lo único que tenemos es esta vida que se nos escapa.

El autor es periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias.

Twitter: @cmiguelez

ccs@solidarios.org.es

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