[David Foronda]

Populismo: ¿Suicidio para España?


En un interesante artículo, escrito por Enrique Krauze, y publicado en El País, de Madrid, bajo el título “Arqueología del populismo”, a fines del mes pasado, destaca el autor -a raíz de lo que viene aconteciendo en la vida política española- que un gobierno populista en España, sería un suicidio para ese país. A fin de sostener su aserto (extractamos parte del extenso artículo) enfatiza: El populismo ha sido un mal endémico de América Latina. El líder populista arenga al pueblo contra el “no pueblo”, anuncia el amanecer de la historia, promete el cielo en la tierra. Cuando llega al poder, micrófono en mano decreta la verdad oficial, desquicia la economía, azuza el odio de clases, mantiene a las masas en continua movilización, desdeña los parlamentos, manipula las elecciones, acota las libertades.

En América Latina, los demagogos llegan al poder, usurpan (desvirtúan, manipulan, compran) la voluntad popular e instauran la tiranía. Esto es lo que ha pasado en Venezuela, cuyo Gobierno populista inspiró (y en algún caso financió) a dirigentes de Podemos. Se diría que la tragedia de ese país (que ocurre ante nuestros ojos) bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo, pero la sensatez no es una virtud que se reparta democráticamente. Por eso, la cuestión que ha desvelado a los demócratas de este lado del Atlántico se ha vuelto pertinente para España: ¿por qué nuestra América ha sido tan proclive al populismo?

La mejor respuesta la dio un sabio historiador estadounidense llamado Richard M. Morse en su libro El espejo de Próspero (1978). En Iberoamérica -explicó- subyacen y convergen dos legitimidades premodernas: el culto popular a la personalidad carismática y un concepto corporativo y casi místico del Estado como una entidad que encarna la soberanía popular por encima de las conciencias individuales. En ese hallazgo arqueológico está el origen remoto de nuestro populismo. El derrumbe definitivo del edificio imperial español en la tercera década del Siglo XIX -aduce Morse- dejó en los antiguos dominios un vacío de legitimidad. El poder central se disgregó regionalmente fortaleciendo a los caudillos sobrevivientes de las guerras de independencia, personajes a quienes el pueblo seguía instintivamente y que parecían surgidos de los Discursos de Maquiavelo: José Antonio Páez en Venezuela, Facundo Quiroga en Argentina o Antonio López de Santa Anna en México.

La tragedia de Venezuela bastaría para disuadir a cualquier votante sensato de importar el modelo. Pero la legitimidad carismática pura no podía sostenerse. El propio Maquiavelo reconoce la necesidad de que el príncipe se rija por “leyes que proporcionen seguridad para todo su pueblo”. Si bien las Constituciones que adoptaron se inspiraban en las de Francia y EEUU, los regímenes que se crearon correspondían más bien a la doctrina política neotomista formulada (entre otros) por el gran teólogo jesuita Francisco Suárez (1548-1617). La tradición neotomista -explicó Morse- ha sido el sustrato más profundo de la cultura política en Iberoamérica. Su origen está en el Pactum Translationis: Dios otorga la soberanía al pueblo, pero éste, a su vez, la enajena absolutamente (no sólo la delega) al monarca.

De ahí se desprende un concepto paternal de la política, y la idea del Estado como una arquitectura orgánica y corporativa, un “cuerpo místico” cuya cabeza corresponde a la de un padre que ejerce a plenitud y sin cortapisas la “potestad dominadora” sobre el pueblo que lo acata y aclama. Este diseño tuvo aspectos positivos, como la incorporación de los pueblos indígenas, pero creó costumbres y mentalidades ajenas a las libertades y derechos de los individuos.

El caso de Hugo Chávez (y sus satélites) puede entenderse mejor con la clave de Morse: un líder carismático jura redimir al pueblo, gana las elecciones, se apropia del aparato corporativo, burocrático, productivo (y represivo) del Estado, cancela la división de poderes, ahoga las libertades e irremisiblemente instaura una dictadura. Parecería impensable que, en un vuelco paradójico de la historia, España opte ahora por un modelo arcaico que en estas tierras está por caducar. A pesar de los muchos errores y desmesuras, es mucho lo que España ha hecho bien: después de la Guerra Civil y la dictadura, y en un marco de reconciliación y tolerancia, conquistó la democracia, construyó un Estado de derecho, un régimen parlamentario, una admirable cultura cívica, una considerable modernidad económica, amplias libertades sociales e individuales. Y doblegó al terrorismo. Por todo ello, un gobierno populista en España sería más que un anacronismo arqueológico: sería un suicidio.

Indudablemente el articulista tiene su propio punto de vista que, en su criterio es fundado, merced a lo que está acaeciendo en esa nación europea ante la insurgencia de “Podemos”. Sin embargo, ¿será tal como lo pinta? De cualquier manera, sólo el tiempo dirá lo qué podrá llegar a suceder, aquí o allá.

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