[Erika J. Rivera]

Por qué hay que estudiar a Habermas


En todo el planeta vivimos en un mundo complejo y cada vez más insolidario, donde no podemos contar con la ayuda de nuestro próximo. Esta es también la situación boliviana, aunque los cantos de sirena nos hablen de la fraternidad entre las clases subalternas o de la bondad intrínseca de los movimientos sociales. Es verdad que Jürgen Habermas nada nos dice acerca de la contaminación de las grandes urbes, la destrucción de los bosques tropicales y las aspiraciones masivas de desarrollo económico y bienestar individual en los países del Tercer Mundo. Habermas no habla, por ejemplo, de los anhelos de participación democrática más amplia en los asuntos públicos, aunque éstos últimos están determinados, a su vez, en proporción siempre mayor por los avances científicos y tecnológicos, que son realmente comprensibles sólo para pequeñas minorías de especialistas, particularmente en lo que se refiere a sus efectos a largo plazo. Él estudió los cambios en la opinión pública y, sobre todo, su notable expansión a partir de los últimos cincuenta años. Habermas analizó cómo la política tiene que convivir, por ejemplo, con una realidad contemporánea que crea de modo constante nuevas formas y mecanismos sutiles de manipulación de ideas e imágenes.

Habermas nos ha enseñado a desconfiar de una cultura planetaria de tinte democrático que, en el fondo, no ha contribuido a la conformación de personalidades individuales fuertes y autónomas, capaces de emitir juicios valorativos por sí mismas, y más bien las ha privado de la capacidad de pensar de forma crítica. En nombre de lo democrático y popular se divulga un modelo civilizatorio, que no es una genuina alternativa diferente con respecto a la antigua cultura elitaria, sino una especie de mero pasatiempo popular, constituido por productos exitosos y efímeros, fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer. Habermas analizó la actitud generalizada de los jóvenes que quieren escapar del miedo que les causa el tener que tomar decisiones pensadas racionalmente, por pequeñas que sean, y prefieren en cambio la inmersión en rituales y espectáculos que conducen, aunque sea temporalmente, al ansiado olvido de los problemas políticos y sociales.

Admito que las obras de Habermas tienen en general un carácter muy general y abstracto, pero nos pueden brindar luces frente a estas cuestiones molestas, a causa de su calidad y penetración analíticas. Como él dice, la ética es ahora una “ciencia triste”, porque la moral tiene que enfrentarse a los éxitos indudables de la racionalidad instrumental en casi todos los terrenos de la vida social. Estos éxitos hacen superflua toda reflexión ética frente a la posibilidad de exitosas soluciones técnicas. Vivimos una progresiva racionalización del mundo de la vida, que ha significado un sometimiento de esta esfera a los imperativos de la razón instrumental. Y esto no es del todo negativo: nuestro entorno -por ejemplo en el ámbito universitario- pierde sus certezas dogmáticas, los procedimientos científicos ganan en aceptación y reconocimiento, las normas profesionales se imponen lentamente en algunos campos sociales. Lo que nos falta en Bolivia es que la acción política destinada a las masas todavía no se justifica mediante argumentos racionales.

Ningún enfoque teórico -y tampoco el de Habermas- es del todo convincente. Pese a todo yo diría que el camino crítico-racionalista está todavía abierto. La teoría política que corresponde a esta opción no tiene y no debe poseer un carácter definitivo o cerrado en sí mismo, sino que se asemeja más bien a una inclinación falibilista, como propuso Karl Popper, que está dispuesta a considerar seriamente todas las objeciones que se le formulen. La reflexión permanente acerca de los conocimientos adquiridos y las conclusiones alcanzadas tiene lugar mediante procedimientos discursivos y argumentativos, controlados por una discusión abierta y pública.

 
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