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[Augusto Vera]

Bolivia se nos muere


¡Alto! No es una alusión al descarnado discurso de 1985 pronunciado por el Dr. Víctor Paz Estenssoro ante el Congreso Nacional, y tampoco a la situación económica actual, que no obstante la gran desaceleración respecto a los años anteriores, dista felizmente, y en mucho, de la que el gobierno de la UDP heredara a su sucesor en el gobierno.

Pero el título de la nota tiene que ver con algo todavía más penoso. La extrema pobreza en los sistemas de salud del país, a pesar de la bonanza de la última década que experimentó nuestra economía, cala hasta lo profundo de quienes en algún momento de su vida han tenido que recurrir a esa especie de antesalas del duelo. Bolivia ha tenido y aún tiene la oportunidad de reducir los altos índices de enfermedades crónicas que afectan al pueblo. El cáncer de cuello uterino, el de mamas y el de vesícula biliar lideran la lista de males que van dando cuenta de la vida de cientos de mujeres. El cáncer de próstata por su parte, mata otros tantos varones.

Ah! Pero nada puede compararse con el dolor e injusticia de ver morir a un niño que, por razones ambientales, alimenticias y otros factores, deja, contra natura, esta vida. Las familias se destruyen y las esperanzas tocan fondo. Lacera las fibras más íntimas ver en los contados hospitales públicos y los de la seguridad social, clamando atención; gimiendo de dolor a quienes por prescripción legal y por derecho natural, les correspondería crecer sanamente. Sí, el infortunio y la total desatención a la salud determinan que miles de niños padezcan principalmente la perversa leucemia, sin que tengan esperanza de sobrevivencia alguna. A nuestra miseria se suman la diabetes y otras patologías crónicas, así como altos índices de enfermedades endémicas que incrementan la morbi-mortalidad.

Me ha tocado por razones humanitarias frecuentar los hospitales y comprobar, con desgarro en el corazón, su angustiosa realidad, superior solo a hospitales del África profunda, donde las moscas tienen más expectativas de sobrevivencia, porque nuestros establecimientos de salud tienen olor a indigencia, por camas sin colchón custodiadas por herrumbrosos tripiés que sostienen las bolsas de suero que a duras penas les alarga la vida; instrumental séptico en salas de espanto que albergan miradas perdidas de niños escondidos detrás de roídos barbijos, que para nuestros gobernantes no son prioridad, porque si lo fuera, no se habría producido el despilfarro que se hizo, construyendo obras que ningún beneficio trajeron al país.

No es que sea un enemigo del deporte, del que más bien soy ferviente defensor, pero construir canchas de fútbol allá donde no se vislumbra vida humana, o construcciones suntuosas, donde con holgura la necesidad de un puesto sanitario se impone, sabe a demagogia y engaño a la desventurada madre que no tiene otro camino que salir a las calles porque ve escurrirse, como el agua entre los dedos, la vida de su hijo. Si las que están lidiando con la muerte son ellas mismas, quizás en medio de su dolor, eso es lo que buscan, cansadas de mendigar la obligación constitucional que tiene el Estado de garantizar su salud.

Se mueren, Bolivia pierde, porque a fuego lento van perdiendo aliento niños, mujeres y ancianos que no sienten la prosperidad financiera sobre la que hasta la hartura escuchan, sin entender por qué tanto dinero se emplea en lujos, sin los que seríamos más dignos.

Según la OMS, por su población, Bolivia requiere alrededor de 45 hospitales de tercer nivel, pero mejor ni hablemos de los existentes, y muy entrado el Siglo XXI no tenemos ni uno de cuarto nivel. Según estimaciones de las propias autoridades, la incidencia de defunciones en las mujeres por cáncer uterino solo está por debajo de Haití, lo que no es para enorgullecerse, sabidas las penurias del país caribeño. Los que tenemos el privilegio de conservar la vida, sabemos sin embargo que estamos expuestos a un Estado que no nos garantiza su preservación.

El autor es jurista y escritor.

 
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