Francisco Tito Yupanqui

El escultor inca de Copacabana

Por Elsa Dorado de Revilla


El escultor indio Francisco Tito Yupanqui, descendiente directo de la dinastía Inca, desde niño buscaba interpretar aquel “Ave María” escrito en el escudo de armas que el emperador Carlos V concediera a sus antepasados. Su más grande ideal era tallar la imagen de la Madre celestial para que presidiera el altar de la humilde capilla de su pueblo natal. Había en lo profundo de su alma un artista en potencia, pero sus manos rudas dedicadas al trabajo del campo, nunca habían realizado una obra de arte.

No se sabe si guiado por revelaciones celestiales o simplemente dando rienda suelta a su imaginación, Tito Yupanqui puso manos a la obra el año 1580, para cuyo efecto ensayó su soñada escultura usando arcilla, y luego de arduo trabajo la vio concluida, aunque tosca e imperfecta. Pese a ello, fray Antonio Almeida la recibió, colocándola en uno de los altares del templo. Posteriormente el cura Antonio Montero la desalojó, con público desaire para el improvisado escultor. El hecho provocó una positiva reacción en Yupanqui, quien se impuso la tarea de modelar una nueva imagen para solicitar autorización del Obispado de La Plata para fundar la Cofradía de la Virgen de la Candelaria, deseo que orientaría la búsqueda de nuevos horizontes…

Potosí, enclavada en la dura cordillera serena y luminosa en abierto desafío a los cerrados cendales del aire frío de la puna, se levanta a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Ciudad madre, surco y semilla de la historia colonial, a quien el rey Carlos V le otorga el título de Villa Imperial con un emblemático blasón, a cuyo pie se lee “Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes, envidia soy de los reyes”. En su apogeo la hospitalaria ciudad, con callejas retorcidas y monumentos que llevan más de cuatro siglos de historia, se había convertido en una urbe de singular importancia para el mundo, donde deseosos de riqueza, acudían azogueros, nobles, aventureros y artistas de valía, añadiendo la influencia española a la cultura ancestral un sello, en el que confluía arte, tradición, hombre y paisaje. Es allí donde Yupanqui dirige sus pasos para plasmar su obra.

El maestro Diego Ortíz acogió a Tito como ayudante en su taller de escultura, atendiendo su ruego para aprender el arte de tallar. Tanto fue su interés, que a corto plazo logró notables progresos que le hicieron pensar que podía iniciar su trabajo por cuenta propia. Buscó por toda la ciudad una efigie de la Virgen que le sirviera de modelo, tomándolo de la Candelaria del templo de Santo Domingo.

Grabó la imagen en su memoria e inició su obra sin desmayo ante los primeros fracasos, rehaciéndola cuantas veces fuese necesario en el improvisado taller: un reservado de aguayos en su propia pieza, iluminada por una ventana desde donde se veía majestuoso y multicolor, el imponente cerro del Sumak Orko. En su obra empleó como material característico en la imaginería indígena de la época virreinal: el maguey, formado por tallos unidos en forma de haz y luego cubiertos con tela encolada. En labios de Yupanqui, el poeta pone estos versos:

“por ser preciosa madera e incorruptible ésta imagen desbastadas las cortezas del corazón he labrado…”

Tres intentos angustiosos, hasta ver concluida la obra que recordando la alusión de Pablo VI: “es la realidad objetiva de lo antiguo y de lo nuevo” sintetiza el misterio, Yupanqui tropezó con muchos contratiempos, que comenzaban con la imposición de algunos obispos y concluían con la burla de otros talladores. Nos atrevemos a pensar que tal vez por tanto sacrificio, el rostro de la virgen tenía la hondura, profundidad y serenidad de quien acepta con estoicismo el dolor humano.

Cabe aquí recordar la cita del gran poeta boliviano Franz Tamayo, cuando escribe estos versos:

“Fue el arte una cadena donde cada eslabón es una pena. Y antes que jugo de sus nudos brote cantó el peñasco y floreció la arena”…

La imagen presenta manto que cae desde la cabeza y descendiendo sobre los hombros se recoge en torno a los brazos. La túnica muestra una rigidez acentuada que apenas se rompe al monto en torno a los brazos, sosteniendo con el izquierdo la imagen del Niño junto a su pecho y en la mano derecha la candela y la canastilla. Un detalle interesante que corrige su estatismo es el gesto un tanto manierista del Niño, que se retuerce como tratando de escapar de los brazos de la madre, con la cabeza inclinada hacia abajo en violento escarzo. El rostro es lo más característico de la obra: boca amplia, nariz recta, ojos grandes y los párpados un tanto bajos. A decir del padre Calancha “ninguno acaba de entender la maravilla que encierra aquel rostro sobrenatural”…

Aunque toda la faz tiene expresión indígena con aire de serena majestad, los esposos José de Meza y Teresa Gisbert consideran que por la técnica empleada “responde en líneas generales a la escultura andaluza de fines del siglo XVI, recordando por su arcaísmo a las imágenes de Roque Balduque, escultor flamenco que trabajó en Sevilla hasta 1560. Hay cierto parentesco entre la Virgen esculpida por Yupanqui y la Virgen con el Niño de San Vicente de la Calzada, obra de Balduque. Sin embargo el parentesco es más estrecho con los escultores sevillanos posteriores, sobre todo aquellos que reciben el influjo de Juan Bautista Vásquez como Jerónimo Hernández y Gaspar de Águila”.

De todas maneras, los especialistas concluyen su aporte, diciendo: “La virgen está concebida con una distancia con que debieran ver los indígenas las cosas divinas, que proviene de los tiempos anteriores a la conquista. Yupanqui, por el tiempo que le cupo vivir, participó de una concepción religiosa aún pre colombina que era ajena, por esencia, al espíritu humanista del siglo XVI ”. He ahí, la novedad que despierta en aquella época el sincretismo americano que inaugura su famosa obra.

-Fragmento de la conferencia que dictara la desaparecida escritora en el Íbero Club de Bonn (Alemania) el 18 de abril de 1984.

 
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