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Agujero negro

Arte explora el cosmos

> La impresión, de factura superlativa es, en verdad, una imagen “construida” a partir de los datos suministrados por ocho radiotelescopios sincronizados con relojes cósmicos.


Imagen del agujero negro adquirida por el MoMA.

El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) ha incorporado a sus colecciones la primera imagen del agujero negro supermasivo más famoso del universo, ubicado en el centro de la galaxia M87, a 55 millones de años luz de la Tierra. La impresión, de factura superlativa (a cargo del artista Sam Galison, hijo del prestigioso investigador de la Universidad de Harvard Peter Galison), es, en verdad, una imagen “construida” a partir de los datos suministrados por ocho radiotelescopios sincronizados con relojes cósmicos durante cuatro días de abril de 2017 en condiciones atmosféricas ideales. A lo largo de dos años, un extenso equipo de investigadores e informáticos fueron traduciendo toda la información acumulada a una única imagen, el puzle final (sería como si un supertelescopio del tamaño de la Tierra capturase la imagen de una naranja sobre la superficie lunar). El anuncio del logro científico, ocurrido el pasado mes de abril, tuvo el suspense y la espiritualidad de las fumatas en San Pedro: “Hemos visto lo que pensábamos que nunca podríamos ver ni fotografiar”, decretó el jefe del equipo investigador, Sheperd Doeleman.

Los conservadores del MoMA aún no han decidido en qué salas colgarán el fabuloso disco que arrastra parte de su sombra. ¿Debería estar junto a las obras cubistas de Picasso, formar parte de las constelaciones de Van Gogh, o hallaría mejor acomodo junto a su posible padre espiritual, Man Ray, quien un siglo atrás se inventó las primeras imágenes sin cámara (rayografías) que acentuaban el misterio del mundo desplegándolo en lo que él mismo llamaba “les champs delicieux” (los campos deliciosos)?

La representación del monstruo cósmico lograda por el telescopio EHT es en sí misma revolucionaria, no tanto porque acaricia una variable (física) privilegiada, sino porque deja atrás el terreno de la ciencia fantástica, abriendo la posibilidad, por fin, de compaginar la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica. También por su “artisticidad”, y puede que la correspondencia arte-ciencia esté despejando una de las pocas vías de crédito de la creación contemporánea, entregada a la mercadotecnia como nunca antes. De momento, los hábiles y codiciosos señores del MoMA se han hecho con el incandescente anillo y le dotarán de un espectáculo y enigma propio de La Gioconda.

Un final no menos sensacional tuvo, hace medio siglo, una de las fotografías científicas, si no la más icónica del siglo pasado, la más conveniente para competir en armonía y belleza con La Anunciación de Fra Angelico: Earthrise, la primera fotografía de la Tierra tomada por el Apollo 8 desde la órbita lunar la víspera de Navidad del convulso 1968. Uno de los tres tripulantes, Bill Anders, congeló con su Hasselblad el asombro de la humanidad, una especie de amanecer terrestre. Tomó primero la foto en blanco y negro y, excitado por la emoción, le exigió a su compañero, Jim Lowell, que le pasara rápidamente el rollo de color. Su fotografía del planeta azul mostraba la belleza y la fragilidad de un único mundo conocido girando en medio de un universo oscuro e indiferente, y se convirtió en un símbolo del movimiento ecologista. El presidente Johnson envió una copia de la fotografía a cada líder mundial y media docena más se depositaron en los museos de ciencia americanos con una leyenda que era en sí advertencia: es una maravillosa ironía que una nave espacial lanzada para explorar la Luna consiga expresar que nuestro planeta, física y astronómicamente insignificante, es el hogar que hombres y mujeres debemos cuidar. Todos formamos parte de una red que va más lejos que nuestro quehacer diario, que nuestros viajes por los continentes, que las emociones que nos vincu­lan y que atraviesan mares y siglos.

En Zúrich, el joven Einstein, antes de tener un puesto en la universidad, trabajó en la oficina de patentes suiza y se ocupó de las licencias relacionadas con la sincronización de los relojes entre las distintas estaciones ferroviarias, llegando a la conclusión de que, en realidad, es imposible hacerlo de forma exacta. En la misma ciudad suiza, Hugo Ball fundó su Cabaret Voltaire, un reloj más, el dadá, sumado a los otros relojes de los organismos vivientes: los moleculares, neuronales, químicos y hormonales. Por esos mismos años, Carl Gustav Jung fundó su Club de la Psicología, otro tempo. Y también en Suiza, pero en Ginebra, está el acelerador de partículas y su programa Arts at CERN, que fomenta la colaboración entre artistas y físicos. De su programa de residencias ha surgido uno de los trabajos más cautivadores y tenaces, el de la británica Suzanne Treister (1958), que recuerda a las portentosas pinturas de la pionera de la abstracción, Hilma af Klint (Suecia, 1862-1944).

Desde el pasado mes de septiembre, la Serpentine de Londres acoge From SURVIVOR F to the Escapist BHST, una aplicación de realidad aumentada y un libro con leyendas e imágenes de expresión alucinatoria. Treister define su Museo del agujero negro como “un espacio flotante, un híbrido entre un vestido, una nave espacial, una forma de vida alienígena y una constelación del Árbol de la Vida”. The Escapist es una tira cómica de 52 páginas con diagramas, pintura, acuarelas y ocho portales que contienen anillos con textos que rodean un agujero negro. La artista asegura que la realidad y la historia del arte es holográfica y para demostrarlo utiliza la metodología del colisionador de hadrones del CERN. “Reuní miles de imágenes representativas del arte y las aceleré cronológicamente a 25 imágenes por segundo en un bucle de vídeo de 16,54 minutos. Si reconoces una obra de arte, tu cerebro se aferra a ella y te pierdes en el resto. Pero si te dejas llevar y sólo miras las imágenes que parpadean, se crea una sensación holográfica”.

Esos campos deliciosos. (EL PAÍS)

 
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