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Entre la educación presencial y la educación virtual

Germán Espinosa Monsu

En España el confinamiento obligado y prolongado de casi cinco millones de estudiantes y profesores de Enseñanzas Medias y universitarias, en las habitaciones de sus respectivos domicilios familiares (donde pueden estudiar y trabajar durante su reclusión por el COVID 19), ha puesto de manifiesto la incapacidad de muchos centros y de su profesorado para adaptar la gestión académica de las Asignaturas que imparten al modo de enseñanza no presencial o "a distancia".

La profesión docente tal vez sea una de las más renuentes - o recalcitrantes- a adoptar nuevas formas de relación con sus “clientes”, los alumnos, al constatar con recurrente frecuencia que las formas y modos de articular esta relación, de doble sentido entre profesores y alumnos, se transmite –sin apenas cambios significativos- mediante el mecanismo hereditario: “Yo imparto e impartiré mis clases –parecen interiorizar muchos profesores el primer día que se enfrentan a un grupo de alumnos- del mismo modo que conmigo lo hicieron aquellos que yo tuve”. O dicho de otro modo: es la mejor forma de no cometer excesivos errores en el oficio de un profesor primerizo.

Muchos profesores y directivos de centros docentes –y a pesar de que las distintas Reformas educativas han enfatizado la importancia de la enseñanza y aprendizaje personalizados y activos- dan por buena, y sin objeción alguna, la adopción de la tradicional filosofía academicista y, según la cual, la misión del profesor no es otra que la de transmitir información y conocimientos a sus alumnos, físicamente presentes en un receptáculo rectangular formado por cuatro paredes –¡el aula!- en períodos temporales discretos de 45´, en días alternos de la semana y a lo largo de un curso académico de nueve meses cuidadosamente espaciado para permitir la ordenada rotación de los profesores y hacer posible la acción de una “a modo de suave, leve y benéfica llovizna” de nueva información que los alumnos reciben de forma pasiva.

Y no puede faltar el “mediador” o “relator” mediático en este proceso de supuesto aprendizaje: los libros de texto. Libros de texto que, anualmente y a millones (y, en especial en los niveles de las enseñanzas Primaria y Medias) van a parar –en el mejor de los casos- a los contenedores vecinales de papel y cartón; pero que permiten mantener vivo, y desde la Reforma Educativa de Villar Palasí (1971), el aparentemente pujante negocio de las editoriales y distribuidoras de libros de texto.

De esta forma, los profesores, aislados en su forma de ejercer esta “dudosa” profesión y sin el apoyo de Asociaciones profesionales organizadas para dar apoyo al desarrollo y mejora de los Planes de Estudio y su óptima forma de implantarlos y llevarlos a buen fin, abdican –aparentemente satisfechos- de su misión activa de protagonizar y llevar adelante los procesos de perfeccionamiento y mejora de las enseñanzas que imparten: en sus contenidos y, muy especialmente, en las metodologías disponibles de enseñanza/aprendizaje. De forma que sus alumnos –y más allá de la adquisición memorística de conocimientos- estén en condiciones, a lo largo y al finalizar el proceso, de exponer y hablar correctamente oralmente y por escrito, resolver problemas, comparar teorías y planteamientos alternativos, redactar informes originales, deducir conclusiones lógicas, argumentar posiciones, descubrir aporías, razonar postulados, trabajar en equipo, sintetizar y resumir documentación plural sobre las cuestiones centrales y más importantes del Currículum aprobado.

Y hacerlo de forma programada –no improvisada- articulada a través y por medio de Unidades de aprendizaje secuenciado, con objetivos previos, comunicados a los alumnos, formulados, escritos y redactados en términos operacionales, claros y precisos, desarrollados a través de exposiciones (orales o escritas) impecables y fácilmente inteligibles para la mayoría de los alumnos, acompañando ejemplos apropiados y ejercicios continuos, problemas explicados y resueltos, frecuentes pruebas formativas tipo “ensayo”, de forma que puedan ir reduciendo, y a través de significativos y progresivos “bits” de información, su campo de incertidumbre ante una Asignatura hasta entonces para él inquietante y desconocida.

Pero esta forma personalizada, activa y relevante de relacionarse los profesores con sus alumnos, hace ya tiempo que puede llevarse a cabo –e, incluso con mayor eficacia- sin estar material y físicamente presentes, uno y otros, dentro del mismo espacio físico como es el aula; porque el hilo de cobre, tradicionalmente utilizado en las comunicaciones telefónicas, ha sido sustituido por la “fibra óptica” que permite transmitir on-line y en tiempo real, exposiciones orales, videos de clases prácticas, textos, gráficos, fotos, debates grupales, demostraciones, corrección de ejercicios y problemas, en un ambiente de cooperación grupal altamente formativo, motivador y estimulante. Por suerte, ya pasaron –o deberían pasar- a la Historia las clases magistrales, las complicadas –y, a veces, ininteligibles- explicaciones “con tiza y saliva” mientras los sufridos alumnos tomaban apuntes como lo hicieron sus antecesores y colegas en las Universidades medievales.

Ciertamente, la enseñanza virtual y a través de la mediación telemática exige un esfuerzo tecnológico y económico importante no sólo en los centros docentes, en sus aulas y espacios comunes del profesorado, sino también en muchos hogares españoles infradotados en espacios y equipamiento mínimo e imprescindible. Sin embargo, es urgente revisar y promover un cambio en el desempeño del rol profesional de los profesores como promotores y agentes de un cambio inaplazable a favor de los alumnos. Y ello, relativizando y poniendo en cuestión el aparente dogma aceptado según el cual el mejor profesor es aquel que acumula en su expediente académico más Artículos publicados en Revistas internacionales de referencia y no aquél o aquellos que –con iniciativa y esfuerzo compartido- consigue y obtiene de sus alumnos los mejores resultados de aprendizaje orientado a su desarrollo personal, profesional y social a través y por medio de una enseñanza exigente, tanto presencial como virtual, pero siempre científicamente planteada, sujeta a la permanente evaluación y mejora con la participación de sus propios alumnos, la de sus compañeros profesores y el apoyo decidido e incondicional de todo el equipo directivo del centro.

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