La revolución hispanoamericana 1808-1810

De las abdicaciones de Bayona a las Cortes de Cádiz

Por Olmedo Beluche (Segunda parte).


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América, tan española como España

En América, el peso del tradiciona-lismo era muy fuerte, y las influen-cias francesas habían permeado en pocas personas que habían tenido la oportunidad de viajar a Europa. Francis-co de Miranda y Antonio Nariño represen-tan mentalidades más bien excepciona-les de esa época. Según Guerra, las nuevas ideas liberales e ilustradas van a llegar masivamente en los periódicos y libros provenientes de España en este período (1808-1810). El autor grafica la proliferación de periódicos de este lado del Atlántico a partir de ese momento, y cómo éstos reproducen, junto a la vieja ideología absolutista, los documentos emanados de los liberales peninsulares.

Lo más notable es que, en América, tan pronto se supo de los sucesos en Espa-ña, durante el verano de 1808 (tómese en cuenta que las noticias demoraban hasta dos meses para llegar a la Nueva España y el doble para llegar al Perú), se produjo una reacción patriótica semejan-te a la de los peninsulares. Al principio reinó la incertidumbre, pero tan pronto se supo de las sublevaciones en las ciuda-des españolas, se hicieron pronuncia-mientos, desfiles, se ofrecieron milicia-nos para ir a combatir contra la ocupa- ción. En este primer momento, cuando se usaba la palabra “independencia” era para referirse al régimen de Bonaparte. Por el contrario, los juramentos de lealtad a Fernando VII son la tónica unánime en todos lados. Incluso se pensó en la posi-bilidad de establecer en la Nueva España (México) la nueva sede del régimen.

“La Independencia de la que hablan los documentos de esta primera época no es una tentativa de secesión del conjunto de la Monarquía, sino, al contrario, una ma-nifestación de patriotismo hispánico, la manera de librarse de la dominación fran-cesa, en la que se piensa está a punto de caer la Península. Este temor no es un pretexto, como se ha dicho a veces, co-mo si los contemporáneos pudiesen sa-ber que Napoleón caería al fin en 1814. En 1808, Napoleón se hallaba en la cús-pide de su poderío, dominando a Europa como pocas veces lo hizo nadie antes o después de él. Como ya dijimos antes, muy pocos son los que piensan entonces que España pueda oponerse a sus pla-nes…Es lógico que pareciese entonces que la única manera de salvar a una parte de la Monarquía fuese proclamar la independencia de la España americana. ” (Pág. 127).

Esta reacción unánime en el conjunto del territorio hispanoamericano es una muestra de la integración cultural y la identidad común compartida con los pe-ninsulares en ese momento. El concepto de “Nación”, imperante en 1808, era el de una sola con dos cuerpos, los españoles peninsulares y los españoles america-nos. Y se consideraba a los Virreinatos americanos como “Reinos” descendien-tes del reino de Castilla y, por ende, parte legítima (y con derechos) de la Monar-quía. En el imaginario de las relaciones con la Corona, persistía mucho de la tra-dición “pactista”, que va a ser fuente de conflicto con los liberales peninsulares posteriormente.

Ahora bien, se trata de un concepto de Nación todavía tradicional y no moderno. El sustrato cultural común (“españoles”) se encontraba fragmentado en una diver-sidad de intereses específicos, más bien regionales y locales, que se expresaban a través de los Ayuntamientos o Cabil-dos, muchas veces confrontados entre sí. La preeminencia de las “ciudades-pro-vincias”, controladas por grupos de inte-rés local, es grande y va a ser la fuente de la que van emanar los conflictos pos-teriores, tanto con la Península, como tras la Independencia. Estamos aún le-jos, de los estado-nación que hoy cono-cemos en Hispanoamérica.

“En América, la mayoría de los reinos son entidades más inciertas y todavía fluctuantes, como lo muestran en el siglo XVIII los numerosos cambios de las cir-cunscripciones administrativas y, sobre todo, la creación de nuevos virreinatos, Nueva Granada en 1739 y Río de la Plata en 1776, que fragmentan el antiguo y úni-co virreinato del Perú… la unidad del virreinato del Perú es más administrativa que humana… la empresa de construir el imaginario propio de cada reino no había progresado de la misma manera en todos los sitios: muy avanzada en la Nueva España y en el Perú propiamente dicho, estaba sólo en sus comienzos en la Nue-va Granada, en Venezuela o en el Río de la Plata…son, ante todo, circunscripcio-nes administrativas del Estado super-puestas a un conjunto de unidades socia-les de ámbito territorial menor… forma- das por el territorio dominado por una ciudad… Estamos ante la transposición americana de uno de los aspectos origi-nales de la estructura política y territorial de Castilla: la de los grandes municipios, verdaderos señoríos colectivos…” (Págs. 64-66).

Cómo una convocatoria que debía unir, acabó dividiendo

Justamente va a ser la convocatoria a los americanos para que participen de la Junta Central, primero, y a las Cortes constitucionales después, acciones que debían preservar la unidad del Reino, las que van a precipitar el debate y las con-tradicciones que terminarán produciendo la crisis de los siguientes años y el proce-so independentista. La tónica del debate abarcaba tres aspectos: el carácter de los territorios americanos (¿verdaderos Reinos o Colonias?), el número de la representa-ción en las Cortes (nota-blemente inferior al de los Reinos peninsulares) y quiénes debían ser electos como diputados (¿los altos funcionarios originarios de la penínsu-la, o “gachupines”; o los nacidos realmente en América?).

Tan temprano como el 27 de octubre de 1808, la Junta Suprema Guberna-tiva, conocida también como Junta Central, emi-tió una resolución en que invitaba a los americanos a enviar representantes a ella para “estrechar más los vínculos de amor y fraternidad que unen las Américas con nuestra península, admitiéndolas de un modo conveniente a la representación nacional, tienen decreta-do que cada uno de los virreynatos envíe a la Junta Central un Diputado” (Pág. 185). Sin embargo, los avatares de la guerra y la ofensiva francesa, así como el no haber claridad respecto del “modo conveniente”, no se formalizó la invitación sino que se mantuvo en consulta.

Recién el 22 de enero de 1809, habién-dose trasladado la Junta Central a Sevilla, es cuando se formaliza el llamamiento pa-ra que se enviaran Diputados americanos que se incorporen a este gobierno central. Era la primera ocasión en la historia que los españoles americanos eran convoca-dos a participar del gobierno central de Es-paña, lo cual generó entusiasmo. Sin em-bargo, esta resolución se expresaba en términos inconvenientes al decir: “…los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como las de otras na-ciones, sino una parte esencial e integran-te de la monarquía española” (Pág. 186).

Al decir “dominios”, y pese a que expre-samente señalaba que no eran colonias, se hería el sentimiento de pertenencia de los americanos, quienes consideraban que estos territorios eran “Reinos” de España, tan legítimos, como los de la península (Navarra, Cataluña, Aragón, etc.), al decir de François-Xavier Guerra. La respuesta crítica a esta convocatoria la dio Camilo Torres, quien posteriormente sería una de las cabezas de la guerra de independencia en la Nueva Granada, en uno de los documentos que se convertiría en referencia o-bligada: Memorial de Agra-vios. Allí argumentaba:

“¿Qué imperio tiene la in-dustriosa Cataluña, sobre la Galicia; ni cuál pueden ostentar ésta y otras popu-losas provincias sobre la Navarra? El centro mismo de la Monarquía i residen-cia de sus primeras autori-dades, ¿qué derecho tiene, por sola esta razón, para dar leyes con exclusión a las demás?” (Pág. 187).

Un Catecismo político cristiano, que circuló en Chile en 1810, dice más tajante-mente: “Los habitantes y provincias de América sólo han jurado fidelidad a los re-yes de España… no han jurado fidelidad ni son vasallos de los habitantes i provincias de España: los habitantes i provincias de España no tienen pues autoridad, jurisdic-ción, ni mando sobre los habitantes i pro-vincias de América” (Ibidem).

La cantidad de Diputados que debían integrar la Junta Central por parte de Amé-rica fue otra causal de conflicto, pues sien-do más grandes territorial y demográfica-mente que las provincias peninsulares, sólo sumaban nueve: uno por cada Virrei-nato (Nueva España, Nueva Granada, Pe-rú y Buenos Aires), uno por cada capitanía general (Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Chile y Venezuela). Llama la atención a Guerra que fueron excluidos el Alto Perú y Quito. Se asignó uno más por Filipinas. Camilo Torres responde:

“Con que las juntas provinciales de Es-paña no se convienen en la formación de la central, sino bajo la espresa condición de la igualdad de diputados; i respecto de las Américas, ¿habrá esta odiosa restricción? Treinta i seis, o más vocales son necesa-rios para la España, i para las vastas provincias de América, sólo son suficientes nueve…” (Pags. 188-189).

Continuará...

 
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