El tango “Illimani”

Harry Trigosso Tapia

Debo confesar que no soy músico, apenas, como neurólogo y neurofisiología, un “hurgador de neuronas” y como poeta un “hacedor” de metáforas de la vida, sin embargo tengo una justificación, mi entrañable amistad con el poeta mayor Julio de la Vega, con quien transité no sólo su “Cantango por dentro” sino las calles curvilíneas de nuestra querida La Paz.

Buscábamos entre sus adoquines algún respiro derramado por Néstor Portocarrero y traído por el viento de los años, desde las arenas del Chaco en la noche del 31 de diciembre de 1932, cuando compuso “Illimani”, tango que no solamente es el alma de la paceñidad, sino que es el tambor donde redobla “esa alegría entristecida” -en el decir de Homero Manci- que cantamos todos los bolivianos.

Y aunque el bandoneón no tenga el timbre del tango porteño, tiene la inimitable grandeza de las notas que ruedan por la eternidad de nuestras montañas, la inmensidad del altiplano, la blancura transparente e infinita del Illimani y el dolor trascendente de la ausencia. En sus versos no hay el dolor limitado a un desamor, tampoco se dibuja el perfil de la mujer ausente, es la nostalgia por la Patria, por la tierra, es un dolor que nos pertenece a todos los que nacimos aquí, y los que viven en esta bendita urbe, porque vivir también es una forma de nacer.

El tango, en opinión de alguien, “es un pensamiento triste que se baila” y encierra soledad, muerte, infortunio, angustia, realidades impactantes del humano, y el sexo donde el amor se diluye, pero no se hace trascendental.

Enrique Santos Discépolo, Aníbal Troilo, Homero Manci, algunos de los grandes en la música y poesía del tango, seguramente contemplan, desde esa vieja avenida Corrientes de Buenos Aires, lo que el tango fue. Existe una referencia, sin confirmar, de que Discépolo estuvo en Bolivia por invitación de nuestro querido Néstor Portocarrero y que no sólo habrían compartido amistad, sino ese trágico sentimiento existencialista que los unía.

Todo ha cambiado y está cambiando, ya no existe la soledad y la angustia del inmigrante de antaño, del desarraigo, existe la soledad de la incomunicación en las grandes ciudades. Con Troilo el tango adquirió nuevos horizontes y fue Astor Piazzola, argentino educado en Estados Unidos, quien le dio otra armonía. Él había tenido la suerte de acompañar a Carlos Gardel tocando el bandoneón, cuando tenía 13 años, mientras filmaban y grababan los discos de “El día que me quieras”. Volvió a la Argentina en 1937, dos años después se vinculó a la orquesta de Troilo, donde se quedó como arreglador oficial. Según confiesa, era un enamorado de la “Rapsodia in blue” de Gersheswin, de la cual utilizó algunos acordes en sus composiciones, siendo influido además por la música de Vela Bartok e Igor Stravinski. El tango adquirió nuevo rostro, ya no era la música del arrabal, ni París era la Meca de la cultura universal.

En 1970 conocí en Buenos Aires, en su clínica del barrio de Belgrano, al destacado neurocirujano y político argentino Raúl Matera, quien fue médico y amigo de personalidades tangueras. Trató de una enfermedad recurrente a Homero Manci de 1948 al 50 y operó a Troilo por una hemorragia cerebral .Nuestros diálogos, a la cabecera de los pacientes con enfermedad de Parkinson, se enriquecían con las anécdotas que contaba el Prof. Matera, salpicadas por el humor del Dr. Ernesto Herkovitz, entrañable amigo. Así iban desfilando las figuras de Discépolo, Cadícamo, Celedonio Flores, Cástulo Castillo y por sugerencia mía Portocarrero, quien además de “Illimani” escribió tangos como “Cielo paceño”, “Milonguita”, “Canillita”, “El Rosal”, “Cochabamba”.

En octubre del año pasado, al retornar de Punta del Este –Uruguay, donde participé del Congreso Panamericano de Neurofisiología, me detuve en Buenos Aires, en la casa de Gardel. Con gran alegría vi una placa del Club de Tango Illimani. Era mi tango, mi ciudad, mi tierra, Sopocachi mi barrio de más de medio siglo, en Miraflores trabajé tantos años en ese viejo Hospital Obrero que soporta tantas vidas y recuerdos.

Ernesto Sábato decía, con indisimulada tristeza, que el viejo tango estaba muriendo. El tango ha ido cambiando frente a una realidad que ya no existe más , la juventud de ahora ya no canta ni baila tango; seguramente, pero Illimani no es sólo tango, es el himno de un pueblo, es la tea de Murillo, es el canto de la libertad.

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