[Floren Sanabria]

Eduardo Abaroa y la Defensa de Calama


El ejército chileno, sin ninguna dificultad, avanzaba victorioso, sin asomo de resistencia por parte de las pequeñas poblaciones del trayecto, hasta que llegó a las proximidades de Calama. Allí tuvo que hacer un alto en su camino, pues, informaciones recibidas de la pequeña población decían que sus laboriosos habitantes, civiles todos, porque nunca existió allí una unidad militar, se organizaban en un pequeño grupo para ofrecer resistencia. El coronel Severino Zapata ejercía el cargo de Prefecto del Litoral y se encontraba en Antofagasta.

El chileno comandante, coronel Emilio Sotomayor, ordenó entonces que se organizará un destacamento para despejar los obstáculos del triunfal avance. Se sobrestimó, desde luego, la posible fuerza que representaba ese grupo conformado precipitadamente por patriotas bolivianos, destinando a la unidad que facilitaría la marcha adelante, un cuerpo integrado por 600 soldados regulares y 800 civiles entre empresarios y trabajadores chilenos de las minas de la región, que actuaban en calidad de voluntarios.

Calama pisada por los chilenos

De esta manera, la invasión constituyó un paseo militar, las fuerzas chilenas avanzaron sin dificultades hasta llegar, el día 23 de marzo, a la zona de Calama bañada por el río Loa. La defensa de Calama es una de las epopeyas más gloriosas de la Guerra del Pacífico, si puede llamarse guerra a un simple asalto a nuestras costas marítimas por hordas araucanas. El doctor Ladislao Cabrera asumió la jefatura y dirección de la defensa, y lo hizo con acierto poco común en un civil, siendo nombrado segundo jefe Eduardo Abaroa, que era el brazo de derecho de Cabrera, y tercer jefe el coronel Fidel Lara. El jefe del ejército chileno, Sotomayor, anoticiado de estos aprestos y de la resolución de los bolivianos de hacerle frente en Calama, envió a su ayudante Ramón Esprech, a parlamentar con el jefe de los defensores de Calama. El enviado se presentó ante Cabrera el 16 de marzo de 1879, y le intimó rendición con estas palabras: “Entregad la plaza y se os concederá toda garantía y seguridad, para vos, para los vuestros y el vecindario de Calama”. Ladislao Cabrera, le respondió altivo: “Jamás se rinde un boliviano”. “Estamos resueltos a sacrificar nuestras vidas por la patria, pero a rendirnos, jamás. Defenderemos hasta el último trance la integridad del territorio de Bolivia, hasta que no haya un solo hombre que pueda tomar el arma y rechazar al invasor. Entrad, pero mientras haya una gota de sangre en nuestras venas, no nos rendiremos. Entrad, que atollándose con nuestra sangre penetre sobre nuestros restos el invasor que, sobre los charcos y cenizas plante su bandera de conquista, decid, pues, a vuestro jefe, que no nos rendiremos”. “Que sepa Chile que los bolivianos no preguntan cuántos son sus enemigos para aceptar el combate”. Después de la partida del parlamentario chileno, Cabrera reunió a los pocos defensores, les dirigió una arenga y luego les leyó el acta suscrita con el parlamentario. Al terminar les preguntó: “¿He interpretado vuestro sentimiento?” “Sí”, respondieron todos: “Juramos morir y defender con nuestra sangre el suelo de la patria”. Cabrera en un aparte le había dicho a Abaroa: “Vuelva usted con su familia” y él le respondió: “Soy boliviano, esto es Bolivia y aquí me quedo”. Tenía posibilidad de volver a San Pedro y dejar Calama, no lo hizo. El 23 de marzo se presentaron en Calama 544 hombres de los Cazadores de las fuerzas invasoras con dos piezas de artillería de montaña, una pieza de artillería y un cuerpo de caballería. Los bravos bolivianos, dispuestos a hacer respetar el honor nacional y la integridad de la patria, no pasaban de 135 combatientes armados con 35 rifles, algunas carabinas, 30 fusiles a fulminantes, 11 revólveres, 32 lanzas. No tenían ni una ametralladora, menos un cañón. En condiciones tan desiguales se entabló el sangriento combate. La poderosa artillería enemiga abrió con facilidad brechas en el frente de los defensores bolivianos.

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