La historia hablará

Daniel Innerarity

Escribir las memorias al acabar su mandato se ha convertido en un ritual obligado para buena parte de los dirigentes políticos. Barón, Aznar, Zapatero, Bono, Ardanza, Solbes, Guerra lo han hecho recientemente aquí, como lo hicieron también los Clinton, Blair, Ignatieff o Evo Morales, por citar sólo algunas de las más recientes. Entre las de nuestros presidentes cabe destacar los dos extremos: las de Aznar, tan seguro entonces como ahora de haber hecho lo correcto, y las de Zapatero mostrando todas las incertidumbres que rodearon sus decisiones en el estallido de la crisis, con una sinceridad que lo engrandece.

En cualquier caso, todos tratan de convencer a sus lectores de lo que no siempre consiguieron con sus electores. Se sitúan así en una especie de segunda batalla, entre el voto de los electores y el veredicto de los historiadores, con la intención de influir en este último una vez que ya no pueden modificar el primero.

Al escribir, el político debe despedirse del votante para vérselas con el historiador.

Si algo escasea en las memorias políticas es la modestia, y sin embargo esa sería la conclusión lógica de cualquier vida política examinada con sinceridad. Hay muchas razones que aconsejan no vanagloriarse demasiado de los propios logros, como tampoco lamentar en exceso los propios errores (aunque esto suele ser más extraño). Una de esas razones tiene que ver con la dificultad de medir el éxito o el fracaso e imputarlo indiscutiblemente a alguien. El efecto real de los Gobiernos en la economía, por ejemplo, apenas se puede medir según sus costes de oportunidad, es decir, por relación a los efectos que hubiera tenido una decisión alternativa.

¿Cómo habría actuado Rajoy entonces y Zapatero ahora? ¿Qué habrían hecho Blair y Aznar en relación con la guerra de Irak si hubieran sabido lo que ahora sabemos? Cualquier éxito debería ponderarse en relación con la información disponible, la dificultad del asunto y las otras posibilidades. Cuántas decisiones políticas son censuradas duramente sin tomar en cuenta lo que era posible en el momento en que fueron adoptadas. Lo que merece alabanza o censura es tan relativo a un contexto determinado que más nos valdría valorar siempre con cautela. Con el empeño en seguir teniendo razón los políticos se equivocan, sobre todo porque se sitúan en un escenario competitivo en el que ya no están, como si no hubieran caído en la cuenta de que ya no son escuchados por los electores, sino leídos por quienes están interesados en conocer una determinada época de la historia.

Si fueran capaces de ese cambio de registro, entonces podrían hacer una gran aportación a la comprensión de nuestro pasado reciente: mostrarnos la complejidad de las situaciones en medio de las cuales tuvieron que actuar, sus perplejidades y dificultades. A los que se plantean escribir sus memorias me permito aconsejarles que no desaprovechen la ocasión para despedirse definitivamente de sus antiguos votantes y saludar a sus nuevos interlocutores, los historiadores, profesionales o aficionados, cuyo juicio está mucho más lleno de matices que las papeletas de los electores.

El autor es Catedrático de Filosofía Política e Investigador Ikerbasque en la UPV.

ccs@solidarios.org.es

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