[Manfredo Kempff]

El paso del tiempo


En uno de los libros de mi madre, recientemente fallecida, me he encontrado con una antigualla, un memorándum dirigido a mí, fechado el 18 de mayo de 1966, en el que se me notificaba de mi incorporación al Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, como Oficial Primero, lo que correspondería actualmente al rango de Tercer Secretario. El memorándum, que tomé con las puntas de los dedos para que no se desintegre, está firmado por el entonces Subsecretario don Wálter Montenegro, periodista de vasta cultura, bonhomía, y humor excepcional.

¿Por qué me ha impresionado tanto encontrarme con este papiro en estado de descomposición? Porque, simplemente, me hace recuerdo que pronto se cumplirá medio siglo de mi ingreso en el Servicio Exterior de la República, y porque medio siglo es mucho tiempo y yo no soy tan viejo como se podría suponer. Si bien estoy retirado de la diplomacia desde el 2002, y años antes ya había asumido sólo cargos políticos en el Ministerio, la memoria, esa inquieta y a veces ingrata compañera, me induce a contar algo de aquellos tiempos idos.

Ingresé a la Cancillería el mismo día que mi amigo, ya fallecido, Carlos Trigo Gandarillas, de larga y productiva carrera. Y por aquellos días rindió examen de admisión también René Behoteguy Elío, fallecido prematuramente, bohemio, divertido e idealista. Esos fueron los compañeros que se incorporaron por entonces a la diplomacia, cuando el Canciller era el coronel Joaquín Zenteno Anaya, militar disciplinado e inteligente, que lo recuerdo como a una bellísima persona.

Corrían los meses previos a la elección del general René Barrientos como Presidente y gobernaba el país, de forma provisional, otro general: Alfredo Ovando Candia, decisivo a la hora de derrocar gobiernos democráticos. Bolivia era un país muy pobre, paupérrimo, hasta que se descubrieron los yacimientos de gas en los años 90 y empezaron a producir sorprendentes divisas a comienzos de siglo. La Cancillería, que contaba con no más de una cincuentena de funcionarios de carrera y otros 50 entre secretarias y administrativos, cobijaba a todos en el viejo caserón de la plaza Murillo. En los bajos funcionaba, una desordenada biblioteca y el archivo. En el primer piso el despacho del ministro, el Ceremonial, y los salones señoriales donde decían que en las noches se oía un piano y voces de fiesta. En el entrepiso estaban las oficinas de organismos internacionales y de prensa, y en el segundo el despacho del subsecretario, la Subsecretaría de Culto, y las oficinas de Política Exterior, Económico, Administrativo y ya no recuerdo mucho más. El mismo ascensor “belle époque” de hoy subía y bajaba lento y tintineante y en uno de sus arreglos aplastó a un operario.

El frío mataba en la vieja casa. Las estufitas a resistencia, además de quemar las medias de las ateridas secretarias o los pantalones de los entusiastas diplomáticos (a veces únicos), no servían de mucho. La hora del té se reducía a eso: té (con un pan relleno de miga). Había que luchar para obtener papel oficio para redactar la correspondencia y el papel del otro, ese que es tan necesario, desaparecía de los baños en cuanto se lo reponía. De jabones, ni hablar. Existían tres automóviles Dodge como los que se ve hoy en La Habana: el del ministro, del subsecretario y del Ceremonial. Por lo tanto la utilización de taxis era fundamental. Para eso había que pedir dinero al jefe de Administrativo o pagar del propio bolsillo, que era más expedito y menos humillante. Como los radio-taxis no estaban ni en proyecto, no quedaba sino “esquinear “y más de una vez me tocó llegar empapado, con el trajecito encogido, a alguna reunión fuera de la oficina.

Como después de medio siglo los secretos de Estado se levantan y yo no voy a cometer ninguna infidencia, no puedo menos que recordar la brevedad de los sueldos y el atraso con que se cobraban. En La Paz había que franquear dos obstáculos: la cola en el banco que era de tumulto constante en día de pago, pero no tan grave como zafarse de los prestamistas al 10% mensual que esperaban a los pálidos “diplómatas” en las dos puertas del Ministerio. Saltar de una de las ventanas era suicida. Pero cobrar sueldos en el exterior ya eran palabras mayores. Los haberes llegaban en cheque, por vía aérea, con un atraso de tres meses por lo menos. El mes de enero podía cobrarse en marzo o abril. Y en Roma o Londres no había prestamistas. Un secretario no podía pedir dinero prestado a un colega, por pudor. ¿Cómo explicar que su Cancillería fuera tan mala madre? Quien llegaba a un destino debía tener alguna reserva o de lo contrario hambrear hasta que le tocara la hora del bingo. ¡Y rogar porque los cheques no se fueran a Washington en vez de Buenos Aires!

50 años después las cosas han cambiado por lo menos en el aspecto económico. Luego de medio siglo todo se ha transformado hacia la modernidad y los padecimientos ya no son de esa índole sino de otra. Ya no están los brillantes diplomáticos de antes, letrados, pulcros y discretos, que no tuvieron la suerte de obtener “un forcito cojitranco donde refocilarse”, como decía el embajador Lira Girón, quejándose de su suerte.

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