[Ramiro H. Loza]

Ni sorpresa ni convencimiento


El pueblo colombiano rechazó la consulta plebiscitaria del día 2 pasado, al verla afectada por enormes vacíos e insatisfacciones, además de cargada de incertidumbres hacia el futuro. Sería poco real y objetivo contabilizar solamente el contingente de familiares y deudos de las víctimas en los resultados conocidos. Este sector con ser importante, no fue suficiente para determinar el triunfo del “No”, sino, por encima de todo, la cualidad de dignidad que demostró poseer admirablemente ese pueblo en su decisión impregnada de un valioso fondo ético.

Es que hombres, mujeres y jóvenes sopesaron que de espaldas a la justicia como primer requisito de una convivencia digna y aceptable, se estaba tolerando enormes dosis de impunidad e inclusive de prebendalismo a la desafiante guerrilla de las FARC. Es, sin duda, un gesto edificante que cubre de honra a sus protagonistas y es al mismo tiempo ejemplo a seguir por las naciones. Es triste ver que no todos los pueblos ostentan dignidad cuando dejan hacer y dejan pasar.

Se contemplaba aún los 52 años de sufrimientos que, sin embargo, no fueron suficientes para doblegar la entereza con la que se enfrentó el reto guerrillero. No se puede dudar que el presidente Juan Manuel Santos se empeñó en poner fin al desangramiento de su país, donde los crímenes más abominables habían sentado sus reales a manos de una insurgencia pertinaz y peligrosa.

Llevado de ese espíritu el presidente se excedió en concesiones que terminaron por chocar con una insobornable conducta ciudadana, zahorí en su apreciación de lo conveniente e inconveniente y de asegurar una paz honorable y garantizada. Se hace imperioso rendir tributo a la memoria de 260.000 muertos, 45.000 desaparecidos y 6.9 millones de desplazados. A lo anterior se suma una larga historia de secuestros, tortura y hambre para los rehenes y prisioneros -inclusive niños-, centenares de ejecuciones y el desprecio más olímpico a los derechos humanos.

La insurgencia aliada al delito y al narcotráfico nunca será carta de presentación de reivindicación alguna. Las regiones y poblaciones ocupadas por las FARC sufren un régimen opresor, donde se impone el capricho despótico de algún sayón sin ley ni patria. Triste espejo que también padecieron otros países, pero no bajo una férula semejante. Todo este martirologio no podía menos que exigir reparación y vindicta. No digamos justicia en el estricto sentido de la palabra, porque una negociación supone cierta flexibilidad que no debe confundirse con impunidad ni sarcasmo.

En la revisión de estas oscuras páginas encontramos el pretendido establecimiento de un Estado dentro de otro Estado y si bien la historia colombiana no recogerá ese extremo, no hay duda que presenció una sustracción flagrante de la soberanía nacional. La organización política y la autoridad legalmente constituidas hacen precisamente a la esencia de ser de un Estado y de ahí que si éste se estima como tal no puede contemplar impasible que un grupo armado le dispute sus atributos políticos. Seguramente ante requerimientos tan desmesurados y hasta ofensivos, sobrevino la negativa de los gobernantes en las tratativas de paz de los años 1984, 1994 y 1999.

Tampoco en las circunstancias presentes, atentados como los señalados no pueden retribuirse con el regalo de escaños parlamentarios, con la elección de candidatos únicos en las localidades ocupadas, tampoco a través de tierras en posesión cautiva que, indefectiblemente, servirán de parcelas de narcotráfico, rematando en un aparato judicial extraordinario al margen de la justicia ordinaria para los crímenes cometidos. Esto y mucho más demanda la atención condigna de los negociadores con las FARC y es por ello que la ciudadanía, tramontando las consecuencias políticas del apuro y la imprevisión, dio en las urnas un efectivo veredicto, dejando testimonio de su calidad civil inteligente.

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