[H. C. F. Mansilla]

La situación de las élites en el Primer Mundo


Menciono este tema, que puede parecer superficial y hasta odioso en América Latina, porque es lo que nos espera en un futuro muy próximo. Me preocupan todos los esfuerzos de los nuevos ricos en Bolivia, que conseguirán probablemente resultados modestos en sus intentos de ascenso social, vistos desde una perspectiva planetaria. Dicho en tono irónico - algo que no aconsejo en el ámbito andino-, se podría sostener la tesis de que los ricos en Europa viven ahora peor que los privilegiados de ayer: antes de la Segunda Guerra Mundial los magnates podían gozar en sus villas de los encantos de una campiña más o menos bien preservada y de una atmósfera aún libre de las impurezas modernas; podían ahorrar tiempo y energías mediante sus carruajes y lacayos y sabían gastar su dinero para mostrar ostentosa e inequívocamente su preeminencia social. Hoy, en cambio, los miembros de las élites europeas respiran el mismo aire contaminado que los estratos medios, sus automóviles de lujo no pueden avanzar más aprisa que los de los obreros en calles y carreteras atestadas y siempre insuficientes para el tráfico, y sus actos dispendiosos no sirven ya para diferenciarse del estilo de vida de las clases medias.

La calidad de la vida ha bajado sin duda alguna en los últimos decenios: paradójicamente en medio del progreso material y del despliegue más espectacular de los avances tecnológico-científicos en toda la historia de la humanidad. Los aspectos inhumanos, que los intelectuales críticos se complacen en mencionar, no han surgido por generación espontánea, sino por la acción de los hombres y son, por lo tanto, corregibles. La idea de una modificación radical de este lamentable estado de cosas constituyó durante largo tiempo el fundamento teórico y la legitimidad práctica de los regímenes socialistas. Pero también en los países más adelantados del socialismo existente hasta 1989 se podía percibir ciudades con problemas insolubles de tráfico, una contaminación ambiental de magnitud alarmante, servicios públicos deficientes y una atmósfera general igualmente favorable a la agresión y al descontento.

Los experimentos socialistas iniciados en 1917 -en cuanto los intentos más serios que se ha hecho para superar metódicamente el vilipendiado sistema capitalista- duraron largos decenios, y ahora podemos observar si realmente sirvieron para corregir esos aspectos deplorables que los marxistas han creído exclusivos de la sociedad capitalista. Pero desvirtuar toda crítica es, en el fondo, declarar que la miseria contemporánea constituye el último horizonte conceptual, la etapa más elevada de la evolución histórica.

Parece que la situación es mucho más compleja de lo que nos imaginamos. Desde la primera crisis energética de 1973 se multiplican las voces que señalan las dificultades emanadas de la civilización industrial -concepto sabiamente popularizado por la Escuela de Frankfurt-, dificultades que no provienen estrictamente del orden socio político o del régimen de propiedad de los medios de producción, sino de la dinámica imparable de crecimiento, utilización de los recursos naturales y sobrecargas ejercidas sobre el medio ambiente y la psique humana. Los pensadores críticos hacen bien en enfatizar los lados negativos de lo que está realmente en crisis: la modernidad. Estamos muy lejos de aquella jubilosa celebración de la era moderna que cantó en 1911 Ernst Troeltsch mediante su hermosa obra El protestantismo y el mundo moderno: la tolerancia y convivencia pacífica de diversos credos practicados simultáneamente, la separación de la Iglesia y el Estado, el predominio de la razón, el libre examen y su corolario secular, el carácter científico racionalista de toda la cultura, el sacerdocio universal, la democracia comunal y el optimismo histórico pleno de confianza en el progreso, serían los aspectos positivos de esa excepcional síntesis entre protestantismo y modernidad.

Pero el mismo Troeltsch se percató de los elementos deplorables y autodestructivos de este orden. El individualismo racionalista, preciado como el núcleo del sistema, tendía a transformarse en un “relativismo de efectos disolventes y atomizantes”; el trabajo racional y metódicamente disciplinado, con su “calculabilidad y su ausencia de alma”, “su competencia implacable” y su “falta de compasión”, no conlleva “ningún amor al mundo”, sino más bien “quebranta el impulso de reposo y goce” y conduce al “señorío del trabajo sobre los hombres”, como se expresó Troeltsch en una terminología que ahora nos parece anacrónica. La hipocresía de la época actual consiste en un reconocimiento pragmático e interesado del valor de los sentimientos: si amamos, es para poder trabajar mejor, y no al revés. Parece que en el ámbito occidental la llamada razón instrumentalista ha estado ligada al exitoso despliegue de un aspecto esencialmente masculino, basado en la división de identidades, roles y labores, y que virtudes femeninas de carácter altruista y asistencialista, propias de una intersubjetividad práctica, no han podido rebasar el terreno del hogar y la familia. Hasta los ricos han adoptado como propias estas normas de orientación de las clases medias tradicionales y han abandonado una consciencia orgullosa de su propia valía y autoconciencia, diferente de la de otros estratos sociales.

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