De la antología de fábulas de A. Calderón

Jean de La Fontaine (1621 – 1695)

Iba un muerto tristemente

a su postrera morada,

y alegre un cura ese muerto

a enterrar se apresuraba.

Conducían al difunto

en carroza funeraria,

empaquetado y vestido

de una ropa que se llama

ataúd, ropa de invierno

y de verano, que gastan

los difuntos, y que nunca

por otro vestido cambian.

Iba el párroco a su lado;

cual de ordinario, rezaba

salmos y jaculatorias

oraciones funerarias,

versículos y responsos,

preces y aleluyas santas:

–Dejadme hacer, señor muerto,

os daré de todas tallas,

pues que sólo del salario

en esta caso se trata.–

El buen cura con los ojos

a su muerto devoraba,

como si alguno robarle

aquel tesoro intentara;

y decirle parecía

con sus ávidas miradas:

–De vos tendré, señor muerto,

tanto en cera, tanto en plata,

y tanto que importar deben

otras menudencias varias.–

Una pipa de buen vino

comprar con eso pensaba;

cierta sobrina graciosa

y su camarera Paca,

era justo que tuviesen

de aquel fondo unas enaguas.

Era tan gratos pensamientos

vuelca el carro, el muerto salta,

y con el choque al buen cura

la cabeza desbarata;

el parroquiano de plomo

así a su párroco arrastra,

y se van cura y difunto,

los dos en buena compañía.

Es en verdad nuestra vida

como el cura que contaba

con su muerto, y como Petra

con su leche derramada.

 
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