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Cuento de navidad

Ray Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana les obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

– ¿Qué haremos?

– Nada, ¿qué podemos hacer?

– ¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

– Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.

– ¿Qué...? –preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

– Quiero mirar por el ojo de buey.

– Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.

– Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

– Espera un poco –dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Na-

vidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

– Hijo mío –dijo–, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

– Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometiste.

– Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.

– Pero... –empezó a decir la madre.

– Sí –dijo el padre--. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

– Ya es casi la hora.

– ¿Puedo tener un reloj? –preguntó el niño.

 
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