[Manfredo Kempff]

Con Gabo: primera y única vez


Muchos de los amigos escritores han tenido la suerte de conocer y compartir un momento de sus vidas con el recientemente fallecido Gabriel García Márquez. He leído, durante estos últimos días de luto para la literatura, que alguno ha llegado a cultivar hasta una verdadera amistad con el Nobel. Como don Gabo no pudo cumplir con su deseo de llegar nunca por estas lejanas y desamparadas tierras de Dios, todos quienes lo conocieron lo encontraron fuera de Bolivia, en México o Madrid, en Bogotá o La Habana.

Yo, por lo menos, tuve la suerte de verlo una vez. De escucharlo dialogando con su amigo Carlos Fuentes y con su esposa Mercedes Barcha, un medio día caluroso, en Cartagena de Indias, cuando se celebraron sus 80 años de vida y 40 de la aparición de Cien años de soledad, coincidiendo con el IV Congreso de la Lengua Española. Fue una invitación de la Real Academia Española, a la que asistimos con Jorge Siles Salinas, Mario Frías Infante, Jaime Martínez, Raúl Rivadeneira y no recuerdo bien si Carlos Coello. Estuvieron presentes los reyes de España, Bill Clinton, y, por supuesto, la flor y nata de los novelistas de habla hispana con excepción de Vargas Llosa, quien, si no estoy fabulando, le envió un generoso mensaje.

El hecho es que entre Carlos Fuentes, Gabo y Mercedes, recordaron las viejas épocas en que se conocieron en México. Cuando los esposos, llegados de un largo periplo que se inició en Aracataca, no tenían ni un centavo, mientras Fuentes era un hombre acomodado y camino del éxito. Fuentes son su talento y elegancia, rememoró sus primeros encuentros con García Márquez en 1962, las amistades que frecuentaban -todas figuras dignas del realismo mágico- y sus esperanzas de triunfar en las letras.

Gabo, para variar vestido de blanco, algo tímido al comienzo, contó de sus inicios como periodista y escritor. Habló, siempre consultando a Mercedes, de sus primeras novelas y de sus apuros económicos, hasta el día que decidió hacer algo grande. Y no es que fuera cosa menor lo que ya había escrito. Entre marido y mujer acapararon la atención del auditorio narrando el día en que Gabo se encerró en una habitación para escribir. Sólo para escribir. Nadie podía interrumpirlo. Mercedes Barcha le llevaba la comida, se la dejaba y salía enseguida del cuarto. Y Gabo no sabía ni de dónde venía el dinero para las arepas o las tortillas. Él sólo tenía que escribir y escribir sin ocuparse de nada más. Hasta que parió su obra maestra.

Contaron la hazaña de haber concluido Cien años de soledad ayudados por una mecanógrafa, con mil inconvenientes para obtener un texto limpio que se pudiera leer. Sobre todo que lo leyeran sus probables editores. Fue así, según el Nobel, que su mujer empeñó sus joyas para poder enviar por correo la primera parte del texto a Editorial Sudamericana, en Buenos Aires. Le dieron una miseria, porque quien tasó el atadito con relucientes aros, collares y pulseras, les dijo que todo eso era sólo vidrios. Con el poco dinero que recibieron enviaron a Buenos Aires la mitad de la novela. Cuál sería su desazón cuando se dieron cuenta, muy tarde, que habían enviado, en su apuro, la segunda parte de la que sería una de las obras más leídas del Siglo XX. La primera parte se quedó en México y pensaron ambos que todo se había perdido: dinerito y edición.

Aracataca suena a algo irreal o rima poética. Alguien que nace en un pueblo que se llame Aracataca no puede ser menos que un inventor de Macondo. Nacer en la Aracataca bananera, pobrísima y tórrida, y vivir en una casa rodeado de mujeres y de su abuelo, es suficiente motivo como para que a un niño se le fije en la retina un mundo quimérico donde transiten Úrsula Iguarán, los Aurelianos y los Aracadios, Pilar Ternera y Remedios, la bella, así como el gitano Melquíades. Eso nos hacía pensar este escritor de traza caribeña que contaba algunas cosas de su vida de la manera más simple del mundo.

Alojados con María Teresa en el hotel Santa Clara de Cartagena tuvimos la suerte de desayunar en dos oportunidades con Carlos Fuentes y con Ángeles Mastreta. Con Fuentes habíamos cenado en Buenos Aires en una noche trágica para él, cuando al final de la comida recibió la noticia de la trágica muerte de su hijo en México. Lo conocía por tanto, había conversado con él, lo había admirado. Sin embargo, mi deseo de saludar a Gabo lo daba por perdido.

En una caminata nocturna dentro de los muros de la ciudad, Juan Luis Cebrián nos dijo que el maestro estaba cenando en un restaurante muy conocido y que nos invitaba si queríamos pasar por allí. Sonaba la cumbia y el vallenato en el interior. María Teresa consiguió por arte de magia la edición conmemorativa de Cien años de soledad y se acercó a él, desinhibida, para que lo autografiara. Lo hizo complacido. Me aproximé por supuesto y lo saludé. Fue la primera y única vez que estuve con quien hace pocos días partió a la eternidad entre flores y mariposas amarillas.

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