La falibilidad de la democracia

Ignacio Vera Rada

El Parlamento no se funda en la unanimidad; las asambleas democráticas no obran por unanimidad. Obran por mayoría. Así es como obran. Y no me cabe la menor duda de la opinión negativa que tendrán los políticos demócratas y los columnistas de la democracia ultramontana cuando exponga estas mis ideas con el mayor vigor.

La democracia tiene fallas ínsitas, yo diría inextirpables. Fijaos bien; no todo en ella es bueno. Hay, por ejemplo, un aspecto terrible y es el de delegar al pueblo el cien por cien de la soberanía. Así como una Constitución es imprescindible porque es un sistema de límites al poder –dado que el poder siempre, aun en el pueblo más civilizado, tiende a ser opresor-, de la misma forma debiera ser también un freno a la demagogia popular.

Continuemos.

Tenemos entonces que una Asamblea de mayorías apabullantes y minorías exinanidas es casi tan mala como una tiranía; las Asambleas de extraordinarios pluralismos son mejores, si mejor puede ser un cónclave donde existe confrontación sana de ideas e ideologías. Pero en ambos casos se comprueba que la Asamblea no es el santuario de la democracia en la religión de la libertad, como muchos tratadistas y teóricos quieren hacer pensar. Y es que una Asamblea puede llegar a ser ¡tan antidemocrática como autoritaria!, aunque eso suene a la más grotesca de las contradicciones.

Pero descubrir una solución para esta cuestión es en verdad difícil, porque si es cierto que la democracia puede ser en cierto grado contraproducente y tener un efecto desquiciador, cierto es también que es el menos malo de todos los sistemas políticos. La solución debería estar en un sencillo axioma filosófico realista: tanto el gobierno cuanto el pueblo deben tener frenos para sus innatos instintos al vicio.

Mucho han contribuido y siguen contribuyendo a la desnaturalización y el desquiciamiento del concepto de democracia los partidos políticos y los políticos -de tendencias populistas los más- que hacen del pueblo una imagen infalible y casi sacrosanta. En conclusión, debería haber en todo Estado una armonía entre el orden impuesto por su gobierno y el ejercicio de libertad y decisión de sus habitantes. El populismo y el socialismo populista, que normalmente endiosan a las masas, no saben que el gobierno tiene la tarea de gobernar en el marco de un código que es fruto de un pacto entre aquél y el pueblo. Y es que no se puede delegar todas las decisiones a la voluntad a veces irracional de los gobernados. Decir que “el pueblo siempre tiene la razón” es querer tapar una irrealidad con una estupidez. Y es aquí donde entra esa figura que se llama referéndum.

El referéndum es un mecanismo de consulta que se lleva a cabo cuando la Asamblea no canaliza ni refleja voluntad popular; si esto no fuese cierto, ¿por qué motivo habría que consultarle al pueblo de forma tan directa? (¡Y he ahí otra falla de la bienhadada democracia!). Hay en todo Estado momentos históricos en los que se debe decidir tal o cual cosa trascendental y de carácter público, y el referéndum debería ser solamente una medida extraordinaria y de excepción. La práctica indiscriminada del referéndum es nociva para la democracia, aunque se quiera hacer creer exactamente lo contrario, bajo el argumento baladí de que “no hay mejor dictamen que la voluntad sagrada de un pueblo”.

Así como un bárbaro puede empuñar impunemente el cetro sagrado de un imperio, un Estado también puede verse sometido bajo el yugo de un pueblo desenfrenado.

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