La vida en la memoria

Edgar Borges


El jueves 17 de abril no terminábamos de recuperarnos de la noticia de la muerte de Cheo Feliciano, cuando nos informan de la partida de Gabriel García Márquez. El primero, cantante de Puerto Rico; el segundo, escritor de Colombia que asumió a México como refugio. Puerto Rico, Colombia y México. Tres puntos que se multiplican en muchos países. En una calle siempre habitan las otras calles. América Latina es el relato que univer-salizaron estos dos equilibristas del arte.

El canto de Cheo y la escritura de Gabo forman parte de tiempos cuando música y literatura se creaban y vivían con intensidad en clave de trascendencia. Las presentaciones de Cheo Feliciano formaron parte de los grandes conciertos, cuando la música se celebraba con la euforia de saberse vivo, de sentirse parte necesaria de un momento histórico. Los libros de Gabriel García Márquez fueron concebidos con el cuidado del artesano que sabe que sólo las partes hacen posible el todo. “Cien años de soledad” podría ser considerada la última nove-la que desde la calidad se convirtió en best seller. Hoy la industria del entretenimiento invir-tió la norma. Se encargan libros con la etiqueta de best seller. El simplismo es la ley del mer-cado. La nostalgia puede ser una trampa cuan-do nos hacen creer que cuestionar el presente es negarse al progreso. El presente no necesa-riamente significa progreso. En algún punto del camino nos sacaron de la ruta. ¿Cómo no pensar que con Cheo y Gabo se está cerrando otro capítulo de los últimos ciclos in-tensos del arte? El relevo queda al margen de la doctrina de la cultura uniforme.

“El ratón”; “Anacaona”; “Mi triste problema”; “Los entierros”; “Amada mía” o “Periódico de siempre”, son canciones que cuentan la historia de una sensi-bilidad común a todos. Las le-tras que Tite Curet Alonso escri-bió para Cheo Feliciano repre- sentan (siempre en presente) la crónica de la alegría y del dolor, con los matices de uno u otro estado emocional. La voz de Cheo es un hilo comunicante con la piel de las personas. Parece obvio decir que la intención de un cantante sea la de comunicar emociones; suena caricaturesco de la condición humana asumir que el 95% de lo que hoy suena en la radio sea el reflejo de un tiempo. Los éxitos de Cheo ocurrieron (años 60, 70) en tiempos cuando la rivalidad de los estilos musicales se libraba desde la calidad como opción para alcanzar el mayor número de público. Para unos Los Beatles, para otros Fania All Star. Janis Joplin o La Lupe; Felipe Pirela o Bob Dylan. O todos. Cualquier opción era una sali-da. La música como la crónica de un mundo en movimiento.

“El otoño del patriarca”; “La mala hora”; “Cien años de soledad”; “Relato de un náufrago”; “Crónica de una muerte anunciada”; “Noticia de un secuestro”; “Doce cuentos peregrinos” o “El amor en los tiempos del cólera” son algunos de los títulos con los que Gabriel García Márquez universalizó la crónica de una ficción que nos involucra a todos. El Nobel colombiano supo, como pocos, darle a la realidad su justa dimen-sión de ser un género más de la ficción. Lo que existe es una proyección de alguna ficción, como lo tejió con maestría el hijo de Aracataca, el padre de Macondo. La obra de Gabo se basa en la memoria, como la vida misma. No en vano él mismo se encargó de decir que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuer-da”. Dentro de cada uno de nosotros acontece el imaginario de un mundo que en algún micro segundo fue real. En el resto de los otros ins-tantes, meses, años y siglos lo que existe es memoria.

El pasado 6 de marzo, cuando Gabriel Gar-cía Márquez cumplía 87 años, participé junto a Rubén Blades en un Foro celebrado en el Instituto Cervantes de Nueva York. Ese en-cuentro, destinado a celebrar los vínculos hu-manos que se generan en torno a la literatura y la música, fue dedicado a la obra del cumplea-ñero. En varios momentos del conversatorio surgieron los nombres de Gabriel García Már-quez y Cheo Feliciano como dos de esas refe-rencias imprescindibles que todo contador de historias (en música o literatura) tiene. ¿Quién podía imaginar que un mes más tarde en un mismo día la muerte pretendería alejarnos de ellos?

La memoria es un bien más importante de lo que algunos suponen. Otros, más astutos, co-nocen (y anestesian) el poder que tiene la memoria para hilar (y diseñar) nuestro cuento colectivo. La literatura y la música, como todas las artes, son la narración de las otras realida-des que (por educación y costumbre) no acep-tamos en la rutina. El mundo podría ser el bos-que oculto que nos niegan en la realidad. El arte es la historia imaginada de lo que por falta de rebeldía no nos atrevemos a vivir. Queden los artistas como los historiadores de nuestras ficciones.

América Latina, como la definiera José de Vasconcelos, es una tierra cósmica aún por interpretar. Con facilidad nuestras madres pa-ren grandes contadores de rutas. Muchas ve-ces sucumbimos a otras tierras por ceder al muy inoculado menosprecio que tenemos ha-cia lo cercano. El yo (aún) no se reconoce en los otros. Cheo Feliciano y Gabriel García Már-quez tienen varios puntos en común. Ambos salieron de América Latina y luego regresaron para vivir y contar dentro (en el volcán de los acontecimientos) la crónica de la clave existen-cial que siempre nos llama. Gabo dijo que “La muerte es una trampa, una traición. Lo impor-tante es la vida”. El jueves 17 de abril la muerte creyó habernos jugado una doble trampa arre-batándonos los cuerpos de dos hacedores de inmortalidades. El triunfo de la muerte sólo es momentáneo mientras se padece el dolor. Más allá, y todos los próximos después, lo que si-gue es memoria, canto y literatura.

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