[Jaime Martínez]

De corruptos y corruptores


Lo acontecido en el Fondo de Desarrollo indígena, donde los cheques salían como volantes, con jugosas cifras, para ser depositados en cuentas personales de “hermanos y hermanas,” que decían representar a organizaciones sociales, pero cuyos miembros ni se enteraban de esos desembolsos, porque enriquecían a los “hermanos” favorecidos con el beneplácito o con “la muñeca” del poderoso comprador de conciencias, para acallar a las bases; es una muestra del deterioro moral de esos seres, que, en el fondo, se han convertido no sólo en traidores a sus comunidades, sino en un peligro para las mismas, puesto que esos dirigentes pueden hacer cualquier cosa, inclusive destrozarlas, por un vil precio.

Es que los corruptos actúan de manera atrevida y desenvuelta, en franco desafío a la ley y la legalidad; son más refinados y cínicos que los vulgares ladrones, porque éstos roban con temor a ser descubiertos y, entonces, tienen que soportar el peso de la ley; los corruptos, en cambio, roban y delinquen confiadamente, porque han tejido una red protectora de sus malos manejos, red que les impide caer y romperse la cabeza, garantizándoles, en cambio, el encubrimiento, que lleva al enredo, y termina en aquí no ha pasado nada.

En este caso, la ley deja de ser norma y se vuelve un juguete, un instrumento que la tuerce a su antojo, para favorecer al amigo y perjudicar al enemigo; y permitir que el compañero pueda hacer lo que quiera, mientras el oponente es mirado con lupa y tratado con rigor. Eso sí, con frases conmiserativas, como: qué pena que le haya ocurrido esto, pero la ley es así, y debemos respetarla. La culpa está en su acto. Palabras dichas con lágrimas en los ojos, y sonoras risotadas interiores que significan: Viste. Me salí con la mía.

El corruptor, el poderoso tejedor de intrigas, es un despreciable titiritero social que saca a las marionetas a la escena, pero él se esconde entre bambalinas, como si no existiera, y hace realizar cosas y decir discursos a sus “personajes” de feria, fingiendo la voz. Al final son “ellos,” los pobres actores, quienes han dicho y hecho aquello que él les ha hecho decir, quedando el manipulador -aparentemente y ante su corta visión- como un ser límpido, cumplidor de la ley. El titiritero político es un cadáver moral, es carne en descomposición, portadora de los virus más infecciosos y tóxicos, que enferman y matan a las sociedades en una epidemia de egoísmo disolutor.

Porque la corrupción está campeando en nuestra sociedad, y ya nadie se admira por esos hechos, es necesario detenernos un momento y revisar nuestra indiferencia, porque todos, de una manera u otra, todos somos responsables del mal que hay en nuestro medio. La corrupción es una fuerza disociadora del ser social del país. Es una acción o una serie de acciones que actúan de afuera adentro, y van destruyendo la estructura moral de la persona, pero mantienen su forma, su apariencia. Es el acto que traspasa el límite entre lo bueno y lo malo, entre lo legal y lo ilegal, debilitando la conciencia del ser humano, convirtiéndola en un remedo de conciencia, a medida que esos hechos se repiten una y otra vez, y van convirtiéndola en un campo psíquico donde todo parece borrarse; donde la inteligencia es incapaz de diferenciar lo positivo de lo negativo, porque ya no hay diferencias de valor, de elementos constructores de la persona, sino de interés, porque esa conciencia se ha cerrado, englobándolo todo en el yo egoísta, incapaz de mirar más allá de sí mismo; y, entonces, sólo existo yo, y esto que voy a hacer me conviene, y esto otro no me conviene, mirando el mundo con la limitada visión del yo, perdiendo la perspectiva del nosotros, que es la fuerza cohesionadora de cualquier sociedad.

El autor es Miembro Correspondiente de la Academia Filipina de la Lengua.

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