[H. C. F. Mansilla]

Los peligros ecológicos y la necesidad de un espíritu crítico


Para preservar el mundo contemporáneo, sus ecosistemas y nuestros logros culturales en favor de generaciones futuras, necesitamos a escala mundial un espíritu crítico en la enseñanza, en los procesos decisorios políticos y en la concepción del porvenir, que renuncie a ver el progreso exclusivamente en los índices de incremento material y de productividad. El criterio central debería ser la conciencia de que la Tierra y sus posibilidades son finitas y limitadas y que toda política responsable tendría que guiar sus pasos a la preservación de nuestro planeta, cuya biosfera se halla en un estado de precario equilibrio.

Es una esperanza modesta, destinada a salvar algo conocido, no a construir algo incierto. El programa práctico que se deriva de este postulado resulta ser altamente incómodo. En los países ya industrializados hay que reducir drásticamente los niveles de producción y consumo, mientras que en el Tercer Mundo hay que dirigir los esfuerzos colectivos hacia la satisfacción de las llamadas necesidades básicas y no hacia la imitación del modelo metropolitano de desarrollo. O sea: el quehacer económico-social en las naciones periféricas debería dejar de lado ambiciosos programas de industrialización y concentrarse en el mejoramiento de la alimentación, la vivienda, la salud y la seguridad social, mientras que las sociedades ya desarrolladas podrían intensificar el fomento de los bienes inmateriales, de las actividades culturales y del buen uso del tiempo libre. Las dificultades inherentes a estas proposiciones parecen insuperables. Son irreales desde una perspectiva prosaica, pero inmensamente popular, que se niega a percibir los lados negativos de la civilización industrial y que, por lo tanto, tiene de su lado a la opinión pública en todo el mundo. Por eso no puedo descubrir muchas fuentes de promisión y esperanza para el futuro.

Para una programática de este tipo se requiere de intelectuales y políticos, imbuidos de otros valores de orientación radicalmente diferentes a los actuales, lo que vale tanto para el marxismo como para el neoliberalismo. Esto es prácticamente inviable. Hasta nuestros pensadores más conservadores y nuestros revolucionarios más radicales comparten todavía hoy las mismas ideas tradicionales acerca de los puntos básicos de la civilización moderna: culto del progreso material, exaltación del aparato administrativo-burocrático, falta de un espíritu genuinamente crítico e idolatrismo de la doctrina socio-económica en boga.

La tarea político-social más importante del futuro será el respeto auténtico y no meramente verbal a todas las manifestaciones de la vida, aun a las más vulnerables e ínfimas, pues de todas ellas depende, en última instancia, la existencia del Hombre. El mundo no pertenece en exclusividad a una sola especie, sino a sí mismo. El Hombre, por su facultad de intervenir en los procesos naturales, no posee el privilegio de alterar el equilibrio de la naturaleza o de tratar a ésta como su propiedad. Hoy en día, cuando la industrialización y la contaminación ambiental amenazan poner en peligro los principales ecosistemas de la Tierra, urge establecer clara e inequívocamente que la preservación de la naturaleza posee prioridad sobre las llamadas imposiciones del desarrollo tecnológico-industrial: la economía debe subordinarse a la ecología, y no al revés. Esto suena seguramente como una herejía inaceptable en tiempos modernos, pero debería ser nuestra norma de comportamiento colectivo. Hasta los ambientalistas neoliberales están totalmente a favor de forzar el crecimiento económico antes de implementar medidas que real y efectivamente protejan el medio ambiente. El materialismo, empezando por el marxismo en todas sus variantes, se ha contentado hasta ahora con modificar el mundo, mientras que la obligación actual es la de conservarlo. El que quiere transformar algo debe responsabilizarse por fundamentar adecuada y convincentemente la modificación; en caso contrario es razonable suponer que el status quo posee una razón suficiente para existir y ser respetado. La brevedad de la vida humana condiciona el hecho de que no se puede aprehender toda su complejidad ni probar todas las alternativas de cambio: la actitud sabia es de un moderado escepticismo conservador, que no hace un dogma de esta posición provisoria.

Racionalmente se puede comprender los criterios que subyacen a la primacía del punto de vista ecológico sobre el del desarrollo material; ¿pero lo entenderán asimismo nuestros gobernantes y la opinión pública? Se ha vivido bastante bien hasta ahora dilapidando los tesoros de la naturaleza, y es muy difícil imaginarse que esto pueda resultar impracticable en un futuro próximo. Ahí está la consciencia de aquellos que rigen los destinos de esta pobre humanidad: casi todos están inmensamente satisfechos con su obra en favor del “progreso” y son inmunes hacia otro tipo de argumentación. El espíritu realmente crítico permanece entonces como un postulado de escasa popularidad y viabilidad, como ha sido casi siempre en la historia de la humanidad.

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